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Por pre paz y amistad, pude captar un grado de friai dad y opresión en el calido aire estival. Subcons.
cientemente, aquello me recordaba la siniestra carencia de armonia que había notado de manera tan consciente cuando liegamos al aeropuerto de Caracas.
Hubo los consiguientes apretones de manos y palabras de salutación, pero no había banda de música, ni multitudes, ni se interpretaror los himnos nacionales. Aproximadamente, se veía un cen.
tenar de diplomáticos y funcionarios y un núme.
To semejante de reporteros y fotógrafos. Por otra parte, el recinto del aeropuerto aparecia Vacio, salvo unos cuantos mecán cos y pasajeros de o.
tros vehículos. La escasa docena de personas que encontramos a nuestro paso apenas si giraron sus cabezas hacia nosotros cuando pasábamos. No tenian ni la más remota idea de quiénes éramos.
Al llegar a la residencia de la Embajada norte.
americana, noté la sensación de alivio que se sien.
te al pisar un trocito de suelo patrlo en una tierra extraña, exactamente igual que la que había experimentado cuando, por fin, alcansamos el refulgio de nuestra Embajada en Caracas, catorce me.
ses antes.
Richard Nixon en dicha nación y posteriormente, en 1957, el presidente Eisenhower le confió el cargo de emba.
jador en la Unión Soviética, uno de los puestos diplomáticos de mayor responsabilidad del mun.
do. Fueron tan valiosos los servicios que la Ad.
ministración Kennedy lo persuadio sabiamente para que continuase en aquel puesto.
Aquella noche regresé temprano, anticipán.
dome al programa señalado para el día siguiente: mi encuentro con Krushchev, una visita previa con él a la Exposición Americana y un importante discurso inaugurando oficialmente la exposición para el pueblo soviético. Pero, al igual que ocurrió en otras importante crisis anteriores, me sentía demasiado tenso para poder dormir a no ser de manera intermitente. Por último, a las 5:30 ho.
ras de la madrugada, dejé a un lado mis cábalas y decidí salir nuevamente a dar un paseo, para pulsar el sentir de la ciudad antes de comenzar mis conversaciones oficiales.
Desperté a Jack Sherwood y, en unión de un policía ruso de Seguridad, que actuaba como nues.
tro conductor e intérprete, nos dirigimos al Mer cado Danilovsky. Cuando yo era muchacho y tra.
bajaba en la tienda de mi padre, solía acudir en un vehículo, a primeras horas de la mañana, a los mercados de Los Angeles, con el fin de con seguir tener en la tienda cuando abríamos a las ocho en punto, dispuestas para la venta las fru.
tas y verduras frescas. Pensé que resultaría inte.
resante comparar el mercado soviético, un esta blecimiento al por menor principalmente, mas que al por mayor, con aquel mercado que yo había conocido de niño en los Estados Unidos.
Seis crisis Capitulo LI Y, aunque en un viaje de buena voluntad co.
mo el presente debía yo vencer la tentación de responder a las amenazas con amenazas y a las balandronadas con balandronadas, no podía per derme la oportunidad de anunciarle que los Esta, dos Unidos no se creían sus bravatas acerca de la capacidad operatoria de los proyectiles balisti.
cos soviéticos de alcance intercontinental, y que tales bravatas constituían, en realidad, amenazas que no favorecían la causa de la paz. Tenía que hacerle comprender que los Estados Unidos de.
seaban la paz, pero que no les gustaba que se les hiciese objeto de fanfarronadas ni presiones.
El embajador Llewellyn Thompson, que, en compania de su esposa Jane, nos ofreció su habi.
tual hospitalidad, entrañable y grata, trató de explicar lo frío de la recepción: sin duda, Krushchev había meditado de nuevo sobre la sensatez de su decisión de permitir una feria norteamericana en Moscú y sobre el hecho de que un vicepresidente americano se dirigiese al pueblo ruso. Exactamente hora y media antes de que yo aterrizara en Moscú, Krushchev había regresado de un viaje de diez días a Polonia, donde fue recibido con indi.
ferencia. Desde el aeropuerto, marchó directamen.
te al Palacio de los Deportes de Moscú, para di.
rigirse a millares de moscovitas. El tiempo coincidió de forma tal que, mientras yo era saludado en el aeropuerto, Krushchev estaba poniendo ver.
de a los Estados Unidos en general y a mi en par.
ticular, como consecuencia de la resolución de las Naciones Cautivas, aprobada por el Congreso una semana antes. En dicha Resolución, se abogaba en favor de los pueblos confinados tras el Telón de Acero. Me resultaba difícil creer que aqucila Resolución molestara realmente al Primer Ministro soviético, ya que se trataba tan sólo de expresar la conocida opinión de los Estados Unidos y no de una llamada a la violencia.
Al evolucionar a través del mercado, ensayando mis escasas frases en ruso, el público me saludaba con genuino afecto. Los vendedores me acosaban a regalos de frutas, verduras y cuanto tenían a ma.
no, sin permitir que les pagásemos nada. Cuando se corrió la voz de mi identidad, aumentaron los concurrentes. Se me hizo pregunta tras pregun ta acerca de la vida en los Estados Unidos, per maneciendo todos pendientes de mis respuestas.
Era evidente que estaban ansiosos de recibir in formación directa del mundo exterior. Durante ca si una hora, me paseé por aquel mercado, en.
vuelto en una atmósfera de franca cordialidad.
Quedé sorprendido ante un detalle desacostuma brado en los mercados de mi país. En cada puesto de venta había instaladas dos balanzas de ne.
80. Una era usada por el vendedor y la otra por el parroquiano para ropesar su compra, como medida verificadora contra el fraude!
APARTE mis encuentros con Krushchev, me proponia valerme de cuanas oportunidades se me brindaran a través de mi viaje para mezclarme con el pueblo ruso, a fin de diferenciarme de la jerarquía comunista. Si bien Krushchev y los di.
rigentes comunistas no creían realmente en la posibilidad de una agresión norteamericana con tra la Unión Soviética, sin embargo, habían es.
tado infundiendo durante años tal idea a los doscientos millones de rusos que no eran miem.
bros de su Partido. Mi misión consistía en con vencerles de que el Gobierno y el pueblo nortea.
mericano sentían el mismo deseo de paz y amis.
tad para con el pueblo ruso. Además, tenía que intentar persuadirles de que eran sus propios di.
rigentes comunistas quienes deliberadamente ha, bian creado la tensión que podía desencadenar una guerra debido a su insistencia en extender a toda costa el comunismo por el mundo entero.
Nuestro avión se aproximaba a Moscú y yo me encontraba ya templado y listo para la bata.
lla. No obstante, sabía que ésta no iba a cons.
tituir una crisis única en el sentido clásico. Si bien mi encuentro con Krushchev podía repre.
sentar para mí una crisis personal, no se me es capaba que suponía solamente un episodio en la continua crisis que Mr. Krushchev y sus colegas comunistas estaban dispuestos a perpetuar a tra.
vés de toda nuestra vida. Lo que yo hiciera en la Unión Soviética no aseguraría por sí mismo la paz, no eliminaria la agresión comunista ni ale.
jaría los problemas de ningún lugar del mundo.
Yo no conseguiria convencer a Nikita Krushchev de que la independencia y libertad individuales eran preferibles al socialismo dictatorial, como tampoco él me convencería a mí de que mis nie.
tos vivirían bajo el comunismo. La presente cri, sis no iba a culminar y quedar resuelta con mi visita de dos semanas a la Unión Soviética. Pro bablemente continuaria a través de toda mi vida y ciertamente durante la del propio Krushchev.
Sin embargo, en esta lucha crítica el menor mo.
vimiento revestía una importancia esencial. Es taba en juego la paz mundial y la supervivencia de la libertad. Armado con mi anterior planea, miento y preparación, me disponía ahora a des empeñar, con lo mejor de mi esencia, la peque.
na parte que me correspondia en esta gigantesca contienda El embajador Thompson me informó de que el anuncio de mi visita había aparecido en las úl.
timas páginas de los periódicos moscovitas. La Prensa comunista había estado ridiculizando, du.
rante los últimos cuatro días, la exposición de los Estados Unidos, asegurando que no representaba en modo alguno la vida norteamericana. No obs.
tante, deb:o de impresionarles en bastante grado, ya que el Gobierno soviético había decidido recientemente inaugurar una exposición de competen.
cia sobre artículos de consumo producidos en la Unión Soviética. última hora de aquella tarde, Pat y yo sali.
mos a dar el primer paseo por suelo ruso. Cami.
namos a lo largo de la calle de Tchaikovski, una de las principales vias de Moscú, hasta la plaza de Smolensky. Lo hacíamos con una sensación un tanto extraña. Mirábamos los escaparates y cbservábamos a hombres y mujeres que se dirigían por la calle a sus normales ocupaciones cotidia.
nas. Con nuestros rudimentarios conocimientos del idioma ruso y con ayuda de nuestro intérprete, nos dimos a conocer a varios tenderos, parroquia nos y viandantes. Cada vez que saludábamos a alguien, veíamos reflejadas en sus rostros primero la sorpresa y luego la alegría. Eramos saludados con sinceras palabras de bienvenida. Cuando regre.
samos de este agradable paseo, me sentí estimulado ante las buenas perspectivas de mi visita.
CI bien la mayoría de los que me rodeaban no habían oído hablar de mi visita, evidente, mente todos tenían noticias de la Exposición mericana. Estábamos a punto de marcharnos, cuando varios de ellos me preguntaron si yo disponía de entradas para la exposición. La distri.
bución de dichas entradas, que costaba cada una un rublo, es decir, veinticinco centavos, corría a cuenta de las autoridades soviéticas. Les dije que no disponía de ninguna pero que me agradaria comprar algunas para regalárselas a aquellas per scnas del mercado que se habían mostrado tan amables conmigo. una sugerencia mía, Jack Sherwood entregó un billete de cien rublos al que hablaba en nombre del grupo, pero éste se lo de.
volvió, echándose a reir y explicando que no era el precio de la entrada lo que les impedia asis.
tir a la exposición, sino más bien la posibilidad de conseguirlas. Yo me reí con ellos ante la difi.
cultad de obtener entradas libremente de las au.
toridades y luego me despedi, dando la mano a todos. Me dispuse a marchar, pero, antes de aban, donar el lugar, se presentó ante mí un vendedor con un enorme ramo de flores. Según dijo, lo ha.
bía comprado para mí mediante una colecta rea.
lizada apresuradamente entre el público del mer cado, el cual deseaba demostrar su amistad hacia los Estados Unidos y hacia el pueblo norteameri!
cano. Sali del mercado con la misma impresión que se llevan de Moscú la mayoría de los turis.
tas americanos: el pueblo ruso desea vivir en paz, es amigo del americano, aprecia la ayuda que le fue prestada por los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y se siente ávido de sa.
ber algo sobre el mundo no comunista. Sin em.
bargo, al día siguiente, cuando tuve ocasión de leer los periódicos comunistas, aprendi una lec, ción: no hay que confundir nunca los desecs del pueblo ruso con las intenciones de sus dirigentes comunistas.
QUELLA noche, cenamos con los Thompson y obtuve informes de primera mano sobre las últimas noticias de la política soviética y sobre el criterio del embajador y de los miembros de su Embajada. Igualmente recibí mi primera en.
senanza en cuanto a la forma de conducir confe.
rencias confidenciales en un Estado policíaco. No celebramos nuestra reunión en el espacioso salón existente en el primer piso de Casa Spaso. En su lugar, nos servimos de una salita de estar de la segunda planta, adyacente al dormitorio de log Thompson. Esta era la única habitación de toda la residencia que la pequeña dotación técnica signada al personal del embajador podia garantizar que se encontraba libre de mecanismos 0cultos. Su seguridad se debía a una constante vi.
gilancia y a una comprobación diaria por medio de instrumentos electrónicos. En cuantos lugares visitamos de la Unión Soviética, hubimos de en frentarnos al mismo problema. Durante nuestra estancia en dicho país, nos vimos obligados a sostener nuestras conversaciones confidenciales paseando por los jardines y, aun así, guardando grandes precauciones. No hablábamos hasta llegar a los espacios abiertos, nunca debajo de ár.
boles o de matorrales lo suficiente grandes para ocultar un dispositivo auditivo.
Tommy Thompson, hombre de carrera en el servico exterior desde 1929, había sido destinado varias veces a Moscú desde 1939. En octubre de 1941, cuando el Cuerpo diplomático se internó pro.
fundamente en territorio ruso huyendo de los Panzers nazis, Thompson permaneció en Mos.
cú velando por nuestra Embajada y por los inte.
reses de los Estados Unidos. Yo le conocí a fina.
les de 1956, con motivo de las comprobaciones efectuadas sobre la situación de los refugiados húngaros en Austria, donde el actuaba enton.
ces como representante de nuestro país en las ne.
gociaciones que condujeron al tratado de indeDendencia de Austria. Fue nombrado embajador Pravda, Izvestia y Trud, los tres principa.
les y más influyentes periódicos del Gobierno y del Partido, me acusaban de intentar corromper y humillar a un ciudadano soviético. Se decía en un comentario que había empleado el habitual truco capital sta de entregar dinero a un pobra ciudadano soviético. mientras que mis fotógrafos tomaban la escena para la Prensa de Wall Street. Los periódicos comunistas convirtieron a quello en una cause celebre, aunque en aquel mo.
mento no había ningún fotógrafo en el mercado.
ONCE horas después de despegar, con escala de una hora para repostar en Islandia, nuestro Boeing 707 de las Fuerzas Aéreas aterrizó sua.
vemente en el aeropuerto Vnukova de Moscú.
Eran las dos horas cincuenta minutos del jueves 23 de julio de 1959. El avión en que viajaba la Prensa, un nuevo 707 de gran autonomía, llegó antes que nosotros, batiendo dos marcas. Era el primer avión comercial de los Estados Unidos que tomaba tierra en la Unión Soviética desde el final de la Segunda Guerra Mundial y esta blecía una plusmarca de velocidad en vuelo di.
recto sin escalas entre Nueva York y Moscú: horas. 53 minutos.
El dia era caluroso, pero la recepción resultó bastante fria. Inmediatamente me di cuenta de que se nos estaba dispensando simplemente un tra.
to correcto. En cuanto a las apariencias externas, la recepción apenas difería de las que se me habían dispensado en otras capitales del mundo, Sin embargo, mientras escuchaba el rimbombante discurso de bienvenida pronunciado por el primer ligarteniente del Primer Ministro, Frol Kozlov.
el cual diio infinidad de correctas vaciedades soA una hora más avanzada de aquella maña.
na, acompañado por Milton Eisenhower y por el em bajador Thompson, hice mi primera visita de cortesía al Kremlin, una ciudad cercada dentro de otra ciudad, que sirve de alojamiento al Go.
bierno y al partido comunista de la Unión So.
viética. El mariscal Kliment Voroshilov, presi.
dente del Soviet Supremo, un figurón en la jerar.
quía comunista, poco conocido fuera de Rusia, me saludó como a un querido invitado de la nión Soviética y me deseó salud y suerte en mi viaje a través de su país. Después de las usua les cortesías y protocolo de la visita, abandona, mos su oficina y, a través de un vestibulo, fui mos conducidos hasta la oficina del verdadero a mos el primer secretario del partido comunista.
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