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160 improvisados ... ¿y un chileno?

Relato de un extranjero en el ruedo de Zapote

Corrí. Lo reconozco. Corrí y mucho. En ello estaba mi vida, mi futuro, mis ganas de poder dejar descendencia.
Más de 580 kilos saliendo al ruedo en busca de alguien a quien cornear y lanzar a metros de altura o, pero aún, pisar como quien aplasta –con el perdón de los ecologistas– una pequeña hormiga.
Para un extranjero –en mi caso chileno– ir a Zapote resultó toda una experiencia.
Es ahí donde, como en ningún otro lugar, se aprende más de esta sociedad tica. Se ve gente distinta, risas, baile, belleza y todo aquello que Costa Rica y su pueblo es y será siempre.
Pero los toreros improvisados rompen el esquema. Ese es otro mundo. Más bien, diría yo, es un verdadero ritual. Una institución.
Tres horas antes de comenzar el espectáculo, y dejar salir al ruedo al Coyote y a sus amigos con cuernos, los más veteranos improvisados, Shakira, El Diablo, Limón y Guadamuz , comienzan a ordenar el asunto.
A ellos se les respeta y los más jóvenes, o quienes vienen por primera vez, obedecen sus instrucciones como si se tratase de jugadores de futbol que escuchan a su entrenador. Sentados en el piso, en columnas estilo vikingos, esperan la entrega del ticket que les dará la entrada al cielo.
Impresiona conversarles. "Yo estoy aquí porque me gusta", "yo porque mi novia me lo pidió", "yo solo estoy". Tienen entre 18 y 30 años, pero sus ganas y adrenalina suben por encima de 1.000, conforme la hora de entrar a enfrentarse con el toro se aproxima.
Callejón oscuro
En esa espera, hay tiempo para conversar y hacerse de amigos. Y eso se logra. Vienen de Guácimo, Desamparados, Pérez Zeledón o Liberia, pero aquí la geografía no existe. La amistad y la necesidad de sentirse acompañados, en plena corrida, son más fuertes.
Ese es su sello. Su arma principal. Su secreto. Son valientes, pero por dentro tiemblan. Ni lo dude. No es un juego para ellos. Más bien es un desafío, y entre amigos o en equipo, las probabilidades de salir ileso son mayores.
Un guarda de seguridad da la alarma. La espera ha terminado. En grupos de diez van ingresando, pasando el umbral hacia su gloria máxima.
En cuestión de minutos, cerca de 160 muchachos y cuatro damas llenan, expectantes, un oscuro pasillo desde el cual ya se puede apreciar el lleno total del recinto popular, los fuegos de artificio y también escuchar las rancheras de un charro, que canta justo en ese instante lo que todos los improvisados piensan: " Volver, volver, volver ".
Las bromas, las risas y los nervios también están presentes y se respiran en el pesado aire.
La puerta se abre. Una vuelta al ruedo los estimula. Ahora hay que esperar que la televisión retorne de comerciales y la mejor parte de la fiesta dará inicio.
Agacharse es peligroso
El bloqueo espontáneo de una extraña puerta me anuncia que por ahí aparecerá nuestro primer cornudo amigo.
Y así es. Como un rayo de más de 600 kilos, sale veloz, moviendo su cabeza, como quien busca presa para atacar. Solo entonces me percato de que estoy detrás de la barrera aún.
Me amarro las zapatillas, respiro hondo, y al ruedo. Siempre al otro extremo del recinto de donde se encontrase el animal y pegado a la barrera. Esa sería mi táctica... pero no duró mucho.
De pronto, se me acerca El Diablo y me pregunta qué estoy haciendo. Le explico mi estrategia. Se ríe en mi cara. "No, pues, lo mejor es estar al medio, no ves que así tenés más zonas para donde correr".
Manos a la obra. No podía dejar de escuchar las enseñanzas de tan célebre maestro en estas lides.
Toro tras toro me fui soltando. De seguro usted me vio en televisión o en el mismo ruedo. Yo era aquel que lejos, muy lejos del cornudo animal, corría de lado a lado como si solo a mí me persiguiera. Era una batalla personal.
Penúltimo toro. En medio de la corrida miro mis pies y descubro una terrible realidad. Mis cordones se han desabrochado. Miro y me agacho, lentamente. Miro de nuevo para conocer la posición del enemigo. Ya completamente agachado, en ese corto tiempo, indefenso, pienso en lo feo e irónico que sería perder mi masculinidad por tan minúsculo descuido.
Claro, los canales de televisión habrían dado la vuelta al mundo con la imagen, pero no era mi idea.
Afortunadamente, salgo ileso. El último toque de corneta anuncia el término de la contienda hombre versus bestia. Respiro hondo nuevamente. Misión cumplida. Los improvisados se separan, su amistad nunca. Después de todo, mañana habrá que reunirse de nuevo. Otros toros esperan. Yo solo puedo agradecerles y felicitarlos. No cualquiera entra aquí. No cualquiera.

  • POR Pablo Guerén C.
  • Nacional