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Orosi (Paraíso). El lunes en la tarde, mientras usted quizá prepara la fiesta de Año Nuevo, 29 personas están reunidas en Orosi para alentarse y ver cómo reponen las casas que perdieron este 31 de agosto, bajo la marea de barro que cayó sobre el Alto Loaiza.
El pueblo de Orosi, aunque recuperó su ritmo, padece aún la tristeza de las familias que perdieron todo, y que hacen que el nombre de este pueblo sea casi el antónimo de la palabra "Zapote".
En ese pequeño salón están Michael Brenes y Zeidy Garita, cuyas madres no pudieron salir aquella noche y ahora sus cuerpos reposan bajo toneladas de tierra, donde solo tres cruces dan cuenta de las siete personas que murieron en esa ocasión.
Llevan casi dos horas reunidos y no tienen prisa. A nadie le urge ir a preparar comidas especiales ni a comprar el licor para embriagarse de suerte en el nuevo año.
Esta noche de 31 de diciembre es distinta para las 29 familias que desde hace cuatro meses repiten compulsivamente la historia de los bambúes que crujían…
Fiesta nula
“¿Qué celebramos? Solo damos gracias a Dios por la oportunidad que nos dio de abrazar a mi mamá y a mis hermanos el año pasado. Creo que solo hacemos un rezo”, dijo Zeidy Garita, de 22 años, que ahora vive con sus hermanas en Cartago.
Su madre, Isabel Sánchez, y sus hermanos Fabián e Idalí no pudieron salvarse del alud, al igual que Eladio Cajina, Rosa Brenes y sus hijos Andrey y Shirley.
Michael Brenes es uno de los tres hijos sobrevivientes de Rosa Brenes. A sus 18 años se encarga de cuidar a sus dos hermanos menores, junto con sus abuelos, en Caballo Blanco de Paraíso.
“Te acostás, amanecés, te acostás y amanecés y uno no puede dejar esa experiencia. Todo es distinto ahora, lo que tenemos que olvidar pero que no podemos.
“La Navidad y el Año Nuevo son fiestas injustas, porque solo hablan de alegría y esperanza para las personas que están bien, pero nadie se recuerda de quienes la pasan mal. Todo ha sido peor en estos días”, citó Michael.
El joven no olvida el 31 de diciembre del 2001, la primera vez que quiso pasar la medianoche fuera de su casa, con su novia. “Mi hermanito preguntó que para dónde iba yo y mamá le contestó algo que nunca voy a olvidar: ‘Déjelo, él se va a ir a quedar a la calle, porque del año entrante no se sabe nada’”.
Adversidad y coraje
Es curioso. Todos narran el derrumbe sin que se le pida. Que la noche tranquila; que Melo Sánchez gritando descalzo por todo el vecindario; que el caserío convertido en un llano de lodo.
La historia la reeditan quienes perdieron su casa en Alto Loaiza, como Alexánder Loría, Ubedelinda Martínez y Melo, hermano de la fallecida Isabel Sánchez.
“Es que todos los días no hay quién no piense en esa tragedia. Es como una película que no termina”. Loría se agarra la cabeza, evidentemente turbado, y observa la gran herida café en la montaña, por donde descendió el barro ese 31 de agosto. Por dónde aún desciende el barro.
Ubedelinda Martínez tampoco soporta la tentación de recrear esa noche, porque la duele la pérdida de su casa nueva. Ahora vive en un garaje que renta por 25.000 mensuales, junto con su esposo, su hija, su hermana y los tres hijos de esta.
“Es fatal vivir así. Paso todo el día haciendo cálculos para ver cómo podemos volver a tener nuestra casa, aunque sea un tugurio, para empezar con las latas poco a poco. Pero lo principal es el lote”.
El IMAS no la visita desde hace tres meses y, como todos, se queja del desamparo por parte del Gobierno, después de que les prometieron ayuda.
Alto Loaiza es ahora un montón y cafetales, de dónde sórdidos gritos de cogedores salen junto con el eco de una motosierra. Todo, junto con la sensación de vacío y las tres cruces blancas, es ambiente de camposanto.
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