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Noviembre de 1982: mi cuarto viaje a la India. Estoy en mi querida Banaras Hindu University, en la cual inicié mis estudios de arte y cultura de la India en 1956. He venido aquí especialmente para ver la colección de arte contemporáneo indio, que se expone en el museo de la Escuela de Arte de esta universidad, cuyo director he conocido y quien me ofrece acompañarme al aeropuerto para tomar el avión que me llevará a la ciudad de Calcuta. Allí veré lo que haya de muestras de arte contemporáneo, visitaré la antigua casa de la familia Tagore, hoy un museo, y después tomaré el tren hacia Shantiniketan, escuela y universidad famosas por haber sido fundadas por el gran poeta Rabindranath Tagore.
Llegamos al aeropuerto y el director y yo esperamos en una sala de pasajeros que abordarán el avión hacia Calcuta. Pasan las horas y, de pronto, mi acompañante me dice: "Señorita, son las cuatro de la tarde y debo volver a la Universidad ya que antes de las seis debo entregar este automóvil al Vicecanciller que me lo ha prestado. No quisiera dejarla sola, pero tendré que irme". De pronto mira alrededor, barre la sala con su mirada inquisitiva, y se levanta. Se dirige hacia un hombre alto, bien parecido y vestido correctamente al estilo occidental. Noto que conversa con el desconocido y, de pronto, me señala y juntos vienen hacia mí. Me dice: “Señorita, yo soy un brahmán y este señor también es brahmán; como tengo que dejarla le he encargado a él que la acompañe y la cuide”. El hombre me extiende una tarjeta con su nombre y dirección en Calcuta y me dice: “Señora, no se preocupe porque yo cuidaré de usted.”
Ante esta afirmación y certeza de que me deja en buenas manos, el director se despide y se marcha. El desconocido para mí, hasta ese momento, se sienta a mi lado e inicia su conversación, explicándome quién es él: un empresario joven que exporta objetos y artesanías al extranjero.
Sabias enseñanzas. Un rato después, me invita a ir a tomar un café y a comer algo en la cafetería, puesto que son casi las seis de la tarde y no hay esperanzas de que llegue el avión que debemos abordar. Pasan las horas, y él me cuenta la historia de un lama tibetano que fue su amigo por varios años. Me explica cuántas sabias enseñanzas recibió de ese monje, y para culminar esa vida religiosa –mi nuevo amigo me cuenta– su sabiduría era tanta que pudo predecir su muerte y decirles a sus hermanos monjes lo que debían hacer cuando llegara ese momento.
Cuando llegó la hora en que él expiró quietamente, los lamas le hicieron las oraciones fúnebres, lo prepararon y llevaron su cuerpo a la pira funeraria. Era un día claro con un sol radiante en un cielo sin nubes. Los monjes siguieron entonando sus oraciones y, de pronto, miraron al cielo y notaron que un hermoso arco iris iba apareciendo en el horizonte. Se fue formando y abarcó todo el cielo despejado. Cuando terminó de formarse, los monjes encendieron la pira y permanecieron en silencio. El sabio Lama les había indicado cuál sería la señal en el cielo para que empezaran el acto de cremación.
La voz de mi nuevo amigo se quebró por la emoción que lo embargaba. Quedamos en silencio unos minutos, y luego continuó hablándome de su padre, a quien él había amado mucho y que había fallecido un año antes. Me habló de su gran dolor por la muerte de un padre a quien él se había sentido muy unido, y de su pequeño hijo nacido unos meses después de la desaparición de su progenitor. Me contó cómo ese niño ya daba muestras de muchos parecidos con su abuelo.
El avión llegó a medianoche, lo abordamos y este amigo se me sentó a la par, continuando con su conversación como si fuéramos dos viejos amigos.
Vieja, nueva amistad. Cerca de las cinco de la mañana aterrizamos en el aeropuerto de Calcuta. Allí me esperaba un soñoliento funcionario del Consejo de Relaciones Culturales de la India, institución que me había invitado a ese cuarto viaje. Mi amigo le presentó su tarjeta y le dijo: “Señor, yo me hago cargo de llevar a esta señora a la casa donde se va a hospedar. Mi chofer me espera con mi automóvil, de manera que yo me encargo de ella”. Llegamos al lugar en que me hospedaría y me dijo: “Descanse y a las seis de la tarde yo vengo para llevarla a cenar”. En efecto, apareció puntualmente acompañado de su madre y un hermano menor. Explicó la ausencia de su esposa, que quedó en la casa cuidando a su pequeño hijo. Cenamos en un excelente restaurante, en el antiguo Club Inglés, vedado a la población de la India antes de la Independencia, pero ahora abierto a todos los ciudadanos de este país.
Esa noche, al despedirse me regaló un retrato de Tagore, poeta del cual habíamos hablado, y me explicó que ese retrato pintado con polvo de oro sobre una tabla finamente pulida con laca negra, era un obsequio especialmente hecho, no para vender, sino para darlo a personas muy apreciadas por él. También me dijo que había sido gran amigo del mejor cantante de las canciones de Tagore, fallecido el año anterior, y que la mejor intérprete femenina de esas canciones había sido la señora Rajeswari Datta. Con emoción reconocí el nombre de la brahmina, discípula predilecta de Tagore, que había sido mi profesora de sánscrito en Cambridge en 1966. Ella también había fallecido en Calcuta.
Nunca más he vuelto a esa ciudad, y ese encuentro inesperado e inolvidable, en que de nuevo aparece el nombre de Tagore, mi maestro invisible, permanecen en el hermoso retrato que recibí esa noche.
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