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Una decisión capital

Todo candidato a contralor debe rendir cuentas a la Comisión

La Asamblea Legislativa inaugura hoy su tercera legislatura. Como al Gobierno, se le debe exigir, en consecuencia, más sazonados frutos ya que, hasta hoy, el mensaje popular inscrito en la elección de febrero del 2002 no se ha atendido. Este nuevo ciclo parlamentario no se juzgará, sin embargo, por el ritual de los discursos, promesas y pactos de hoy, sino por los hechos. Los conmovedores pactos de hace un año se incumplieron con tanta frescura y candidez que, escamados, no vamos a reiterar las ilusiones de aquellos días. El clic que guardó los documentos transcritos duró más que su observancia y que la seriedad con que los jefes de fracción los expusieron ante la prensa.
Tienen los diputados, a partir de ahora, diversas oportunidades para que la opinión pública los juzgue por sus frutos. Destacamos una: la elección del contralor general de la República y del subcontralor. Esta decisión supone un acto de confianza en la Comisión de Nombramientos y en el imperativo de elegir a estos altos funcionarios con base en sus atestados intelectuales y morales. En cuanto a la comisión, debe respetarse la labor de selección llevada a cabo por sus miembros con responsabilidad y sentido del interés público. En este sentido, quebranta el principio de transparencia la propuesta de reelección, de parte de algunos diputados, del actual contralor general de la República con prescindencia del proceso establecido y sin una investigación previa sobre la labor de la Contraloría en estos años. En estas condiciones, no se deben acoger, por principio, candidaturas de última hora. Debe tenerse en cuenta que la Asamblea Legislativa debe nombrar también a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. El filtro legislativo constituye una garantía indispensable.
Las credenciales académicas y morales les confieren majestad y garantía ciudadana a estos cargos. Conviene, con todo, recordar que lo moral abarca también la responsabilidad por las omisiones, por el incumplimiento de deberes o el temor a ejercer la autoridad. Más daño se les ha causado al Estado y al país por la debilidad de los jefes o jerarcas, en el campo del control, la evaluación, la investigación y la sanción, que por la corrupción. Si ciertamente la corrupción y la mala gestión pública están causando daños enormes al Estado y a la sociedad, como lo observamos día a día, es, precisamente, por el raquitismo de carácter de los depositarios de la autoridad en algunas instancias públicas. Esta constituye una cuestión básica para nuestro sistema político y democrático, abrumado por la corrupción, la ineficiencia y la impunidad, y por un estilo de vida carente de vigor moral. La lucha contra estos males comienza por la selección de los mejores ciudadanos. Las personas interesadas en mantener su valimiento y poder proceden con criterios diferentes. Insistimos en este aspecto por cuanto la corrupción y la pésima gestión pública han llegado ya a niveles insoportables. Si alguien quisiera poner en duda esta afirmación, que coloque en un platillo el sinnúmero de denuncias publicadas en estos años sobre la gestión de las instituciones públicas, con un costo gigantesco para el Estado y los contribuyentes, y en el otro platillo, la reacción legal o moral correspondiente. ¿Dónde están los responsables? ¿Quién les ha pedido cuentas? La retórica y las poses, a veces sobre asuntos triviales, han estado a la orden del día. Los resultados no se ven. Este desfase desalienta a la gente proba y estimula a los inescrupulosos y negligentes.

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