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La designación del francés Pascal Lamy como nuevo director general de la Organización Mundial de Comercio (OMC) ha sido una decisión acertada.
Su conocimiento, credibilidad y experiencia no solo garantizan un liderazgo claro y visionario al frente de ese organismo; más importante aún, introducirán una nueva dosis de energía -y, esperamos, también eficacia- en el proceso hacia un intercambio cada vez más abierto y justo de bienes y servicios entre todos los países del mundo.
Lamy es un diplomático hábil, independiente e inteligente; es un firme creyente en el libre comercio y la opción multilateral (que representa la OMC) como mecanismo central para impulsarlo, y ha demostrado claramente un profundo conocimiento sobre los grandes temas de la economía global, en especial la estrecha vinculación entre comercio y desarrollo. Todas estas cualidades las posee igualmente el respetado embajador uruguayo Carlos Pérez del Castillo, su principal competidor, a quien nuestro país apoyaba. Sin embargo, Lamy une a esas cualidades otras dos características esenciales para el momento actual. Como excomisario de comercio de la Unión Europea (UE), tiene un canal directo de comunicación e influencia en las decisiones de la UE y muchos de sus miembros; y, aunque, desde ese cargo, defendió la errada e injusta política agrícola europea, siempre rechazó las posiciones más extremas en este campo, aun cuando estuvieran impulsadas por Francia. Además, mantiene una fluida relación con el actual subsecretario de Estado estadounidense, Robert Zoellick, su contraparte en Washington durante el primer gobierno de George W. Bush, quien aún ejerce fuerte liderazgo en materia comercial.
Por todo lo anterior, cuando Lamy asuma, el 1.° de setiembre, la dirección de un organismo que, con 148 miembros, es uno de las más universales que existen, dispondrá de una mezcla de lucidez y fortaleza inédita en sus predecesores para acometer la principal tarea de la OMC: la conclusión satisfactoria de la Ronda de Doha. La serie de conversaciones que, con este nombre, fue iniciada a finales del 2001, debió terminar, según su calendario original, a finales del pasado año. Sin embargo, ha estado severamente obstaculizada, y corre incluso el riesgo de fracasar, por dos problemas esenciales: la renuencia de la mayoría de los países desarrollados, en especial Europa, Estados Unidos y Japón, a desmantelar su esquema de subsidios y protección al sector agrícola, y la negativa de la mayoría de los países en desarrollo a que se abra el comercio en servicios.
La intransigencia de esas posiciones condujo, en setiembre del 2003, a que fracasara la reunión ministerial de la OMC en Cancún, México, donde se esperaba que hubiera acuerdos básicos para seguir adelante con las negociaciones. Desde entonces, aunque se han producido muestras de flexibilidad, el proceso ha sido errático y ha puesto de manifiesto que, además de las discrepancias "norte-sur", existen serias diferencias dentro de cada uno de esos ámbitos. Uno de los muchos ejemplos es el enfrentamiento entre productores latinoamericanos (incluida Costa Rica) y de África y el Caribe sobre la política bananera europea. Simultáneamente, se han multiplicado las iniciativas de tratados de libre comercio bilaterales o regionales, en sustitución de lo que debería ser el objetivo común a mediano plazo: una apertura universal, que se convierta en un nuevo disparador de desarrollo y ahogue el espectro de un renovado proteccionismo. Este es, precisamente, el objetivo manifiesto de la Ronda de Doha.
Pocos, como Lamy, tienen las posibilidades de abordar estos problemas y dar al proceso el impulso que necesita. Porque, aunque el éxito o fracaso dependerán, en última instancia, de los países miembros de la OMC, el liderazgo de su nuevo director general será clave para avanzar con rapidez por la primera opción. Por esto, su escogencia abre nuevas esperanzas.
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