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Traspasados no de emoción ni de orgullo sino, ya saben, de gobierno, prensa a la intemperie y público vimos el acto de reojo. Adivinamos a lo lejos a don Óscar decorado por la banda presidencial y jurando amor eterno -de cuatro años- a la patria, en un recinto semioculto abarrotado de la gente que recibió con él la papa en la mano; tan en petit comité , o perdón, tan en grand comité (por la envergadura de los invitados), que para qué molestarse en hacerlo en el Estadio Nacional.
Para esa gracia que transcurrió con tan poca gracia -lo más ameno fue un zaguate que se coló y dio la vuelta olímpica al Estadio-, mejor refugiarse en el foyer del Teatro Nacional, ya que está de moda acordarse de los edificios patrimoniales para los actos protocolarios. Por cierto ¡qué empeño en usar de comedores a los museos! ¿O será una obsesión gobernante por volverse prematuramente piezas de museo? Ah, por cierto, Fernando Zumbado, ministro de Vivienda, me dijo, y él conoce del tema por ser habitacional, que no hay de qué preocuparse, que la Casa Presidencial la trasladarán al Vaticano (sic).
Insípido, el acto de traspaso exageró el ahorro encogiendo hasta el pabellón nacional: la bandera apenas se veía de tan enana. A fin de cuentas, pareciera que el traspaso es solo un pretexto para otras reuniones importantes con mandatarios, personalidades y delegaciones extranjeras.
Como ahora la realidad solo parece suceder por televisión -la vida está en otra parte, diría Kundera-, las cámaras son las únicas con permiso para acercarse a los dignatarios. ¿Será porque reflejan una realidad de mentirijillas mientras los asuntos de verdad se dirimen entre bambalinas?
Salpicada de lugares comunes y de promesas para arriba y para abajo, la carta de buenas intenciones del nuevo presidente dejó claro que buscará el "consenso" para afuera... y quién sabe si para adentro.
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