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¿Cuánto nos hemos beneficiado los costarricenses, y el mundo en general, de la existencia de nuestro sistema de parques nacionales y de lo que se ha construido alrededor de ellos? ¿Cuánto de nuestra riqueza biológica se salvó gracias a esa enorme inversión que, como país, hemos hecho al dedicar cerca de una cuarta parte del territorio a conservarla?
Estas áreas protegidas han sido fundamentales en el ubicación de Costa Rica como destino turístico verde, que trae enormes ingresos al país. El asunto de la conservación es ya parte del contenido de planes de estudio escolares. Millones de colones se pagan en la protección de los ecosistemas boscosos por los servicios ambientales que prestan. Aumenta la investigación científica sobre usos inteligentes de esa riqueza biológica. Un número creciente de comunidades recibe beneficios directos de la existencia de esas áreas protegidas.
La lista de beneficios continúa; pero ¿de dónde salió la idea de promover el desarrollo de nuestro país conservando su naturaleza? Para responder a esta pregunta, nada mejor que volver la mirada a un pasado reciente, entre los años 1950 y 1980.
Error. En esas décadas, Costa Rica realizó inversiones importantes en el desarrollo de las capacidades de su población, en el bienestar de su gente; pero, como muchos otros países, cometimos también un grave error en el modelo de desarrollo agropecuario que seguimos, más por ignorancia que por mala fe.
Creímos que el bosque representaba lo salvaje por conquistar, que tierra cubierta con bosque era sinónimo de tierra ociosa, improductiva. Deforestamos tierras que nunca debieron ser deforestadas, y aún hoy seguimos pagando las consecuencias de esa pérdida boscosa.
Afortunadamente para el país, en esa misma época surgió un pequeño grupo de costarricenses que, inspirándose en otros predecesores, creyó que era mejor para Costa Rica conservar sus bosques en áreas protegidas y promover un modelo de desarrollo en alianza con la naturaleza. No pudieron acertar mejor.
Su visión y expectativas fueron superadas por la realidad. Hoy, pese a deficiencias e imperfecciones institucionales en el sistema de áreas protegidas, Costa Rica se ha ubicado en el mundo como sinónimo de naturaleza pues su riqueza biológica y sus esfuerzos de conservación son internacionalmente reconocidos.
Alma, vida y corazón. En 1970, uno de los líderes de ese grupo, un joven biólogo llamado Álvaro Ugalde Víquez, ingresó en el recién creado Servicio de Parques Nacionales, dirigido por otro de los pioneros, Mario Boza. Empezó como administrador del también recién establecido Parque Nacional Santa Rosa. Así arrancó una carrera que no termina, de trabajo con las uñas, con alma, vida y corazón, sin horario, en condiciones que solo con mucha entrega se pueden tolerar.
Álvaro Ugalde luchó por crear más áreas silvestres protegidas, por desarrollar una organización adecuada a la realidad de los parques nacionales, atrayendo a esta causa a mucha gente que emuló su compromiso y su dedicación.
No obstante, también se esforzó por conseguir exitosamente el necesario apoyo político y económico nacional e internacional que estos asuntos requieren.
En su larga y prolífica carrera destaca su exitoso esfuerzo por la creación del Parque Nacional Corcovado, en momentos en que aquella área estaba en riesgo de caer en concesión a una compañía maderera y en la explotación intensiva del oro de sus suelos. Logró con su empeño salvar uno de los lugares más ricos en biodiversidad del mundo.
Humilde, trabajador incansable, comprometido amante de la naturaleza, por sus sobrados méritos, Álvaro Ugalde Víquez se hizo acreedor del Premio INBio al Mérito en la Conservación de la Biodiversidad Costarricense 2005, otorgado por el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Recibe así un merecidísimo reconocimiento que le debíamos todos los costarricenses.
Muchas gracias, Álvaro.
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