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No hay derecho

Polígono

Íbamos a almorzar en un restaurante de la calle de la Amargura, pero el Ministerio de Salud acababa de clausurarlo y, de feria, gracias a una falla del Meteorológico, vino un chaparrón no autorizado que nos obligó a protegernos largo rato bajo la marquesina del negocio. El más joven del grupo, y al parecer el más acosado por el hambre, propuso que tomáramos un taxi y nos fuéramos de hamburguesas a un expendio de comidas rápidas ("comida chatarra", dijo él) de los que abundan en San Pedro, pero, al ver rechazada su propuesta, nos contó que, cuando era estudiante, alternaba su horario de clases con el oficio de mensajero motorizado al servicio, precisamente, de un expendio de alimentos especializado en comidas grasientas, bebidas gaseosas y repostería de colores sospechosos. Se desplazaba en una moto identificada por el logotipo de la empresa y hasta su casco protector mostraba atributos publicitarios que hacían obvia la naturaleza alimentaria de su misión.
“Maes, vieran qué torta”, relató, “la vez que me mandaron a dejar una orden enorme a una dirección equivocada. Me dijeron que la entregara 25 metros al este de una pulpería, pero al maecillo que recibía las órdenes no le advirtieron que hacía poco habían pasado la pulpería de la mitad de una cuadra a la mitad de la otra. ¡Ay, mae, qué torta!”. Se interrumpió y, ahora realmente interesado, aproveché la pausa para preguntarle qué de malo tenía llevar en el pedido una torta extra. “No, maes, no es para bromas”, continuó, “no ven que al local donde había estado antes la pulpería todavía no le habían quitado el rótulo. Calculé cuál era la casa de la entrega, me bajé y saqué la carga del cajón, busqué el timbre y apenas lo apreté ya estaban pegados a la reja como veinte carajillos”.
Hubo otra pausa. Para nuestra sorpresa, al narrador se le quebró la voz y los ojos se le humedecieron. Tragó saliva y agregó: “¡Vieran cómo gritaban los chamacos de la alegría! Entonces salió de la casa una señora y me dijo que no, que de ahí no habían hecho ningún encargo. Yo insistí en que aquella era la dirección y le señalé el rótulo de la pulpería, y entonces fue cuando ella me explicó lo del cambio y, para mi desgracia, todavía me contó que la casa era un refugio del PANI, y ella era la encargada de cuidar a los chavalillos. Mae, si yo hubiera tenido plata les habría dejado la comida aunque me echaran del puesto… no sean tan…”.
Aún llovía, pero igual nos pusimos en marcha de regreso al trabajo y, seguro a causa del hambre, resulté premiado con una gripe endemoniada. No hay derecho, les digo...

  • POR Fernando Durán Ayanegui /
  • Opinión
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