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El enemigo instalado en un centro de decisión tan importante como la Asamblea legislativa es peligrosísimo. Sobre todo si utiliza lenguaje engañoso para encubrir su intención y anestesiar a la mayoría de diputados –según sucedió en el caso que comento– que entonces, ingenuamente y de buena fe, creyendo hacer un ángel hacen un diablo, taimadamente engañados por la palabrería que ocultó lo que verdaderamente hacía el proyecto que aprobaron.
Me refiero al proyecto de Ley del Recurso Hídrico (expediente n.° 14585), aprobado por dictamen afirmativo de mayoría de la Comisión de Ambiente de la anterior legislatura, a la que le metieron todos los goles que se dirán sin darse cuenta. Aunque afortunadamente quedó sin aprobar por el plenario, porque algunos se dieron cuenta del monstruo que ahí venía, aún lo siguen cacareando sus defensores como la máxima creación jurídica desde que Justiniano – hace diecisiete siglos, codificó la jurisprudencia romana– y tratan de impulsarlo ahora, aunque las orejas del lobo salen por todas partes bajo la cofia de la abuela, y su peludo rabo por debajo de la colcha.
Cerca de un 70% del abastecimiento de la población –valor primordial– proviene de las aguas subterráneas, y esa dependencia irá en aumento porque las aguas superficiales están contaminadas o captadas. Costa Rica es país de abundantes lluvias, que se almacenan en los depósitos subterráneos o acuíferos, que están debajo del 75% del territorio nacional, y prácticamente en la totalidad del Valle Central. De modo que el suministro futuro de agua potable dependerá enteramente de las subterráneas, que por eso deberían ser el centro de cualquier regulación del agua.
Las zonas de recarga –y, por tanto, de posible contaminación de las aguas subterráneas– son todas las tierras que están encima, y no solo las de las partes altas, como principalmente, y para los efectos fraudulentos que se dirán, lo establece en forma excluyente el proyecto. Cierto que son las de más captación porque tienen cobertura vegetal que absorbe el agua y permite que fluya hacia abajo. En cambio, las otras tienen en buena parte otra cobertura que favorece la escorrentía y estorba su absorción.
Aguas subterráneas. Pero todas son, por naturaleza, zonas de recarga, y, por tanto, de posible contaminación, en tanto que todo lo que se tire en contacto con la tierra alcanza el acuífero que está debajo. Lo que Ud. lance encima del patio o césped de su casa en la ciudad, ahí llega.
Es abrumadora la importancia de las aguas subterráneas. Del total de la hidrosfera planetaria, apenas el 2,4% del agua es dulce; y esta, en un 78%, se encuentra congelada en los polos, un 21,5% es subterránea, y solo un 0,4% es superficial y se encuentra en lagos y ríos.
Pero el proyecto, en contra de su declaratoria inicial del derecho fundamental a la protección del agua potable, la desprotege en forma total y la deja a discreción de los contaminadores. Para eso somete la declaratoria de "zona de recarga", a juicio del zar omnipotente y centralista –fórmula ideal para el chorizo– del director general del Recurso Hídrico, cargo de desconcentración máxima que agota la vía administrativa, al que ni su ministro puede darle órdenes.
Dicho dictador es quien determina las importantes limitaciones anejas como la imposibilidad de construir, según supuestos criterios técnicos. Pero estos no existen, porque toda porción y rincón del Valle Central es zona de recarga, donde se debe impedir la contaminación de las aguas subterráneas, según el principio precautorio, que declara, pero que burla y deja en nada –porque acuíferos hay por todas partes–. Es cierto que excepcionalmente puede haber capas arcillosas impedientes o retardatarias, pero la ciencia existente impone la generalidad de las reglas en virtud del principio precautorio y de defensa de la vida humana.
Reglas obligatorias. Por ello, si bien no se puede ni se debe prohibir el urbanismo ni el desarrollo industrial, en tal otra categoría de zona de protección, se han de exigir ahí medidas que impidan la contaminación, como la prohibición de los tanques sépticos, el uso de cloacas y tanques de tratamiento, para lo primero; y la disposición adecuada de los desechos industriales, para lo segundo. Tales reglas existen actualmente, pero se incumplen, para lo que el proyecto abre otros portillos “non sanctos”.
En segundo lugar, pese a la preeminencia de las aguas subterráneas y del consumo humano, al absorber el zar las competencias del Senara, organismo técnico que ha demostrado conocimiento y probidad en la materia, el cual queda solo para riego, y al supeditar de hecho los intereses esenciales de la población en la materia , a los de otros usos –pese a lo que se dice en contrario, porque el eje central del proyecto son esos otros usos– deja en nada la protección. Al extremo de poner en manos de los consejos locales de cuenca, absolutamente ignorantes por su integración de la peligrosidad de los agroquímicos, determinar cuáles son agroquímicos de baja peligrosidad para la salud humana, que pueden usar los agricultores de su zona, porque supuestamente no contaminan las aguas subterráneas (adonde va todo lo que se lance arriba).
Esta regla es absolutamente clave para consagrar todos los abusos actualmente existentes, especialmente en zonas altas, donde nunca se debieron haber puesto instalaciones de alta peligrosidad como los helechos, que por su carácter intensivo deben usar toda clase de agroquímicos para sobrevivir. O sea, entrega al zorro la llave del gallinero.
Limitaciones a la propiedad. Otra barbaridad científica –de evidente mala fe, que establece el proyecto, siempre en beneficio de aquellos intereses y en contra de la salud humana– es declarar que la agricultura orgánica (en este caso de helechos y flores, que es lo que importa) queda exenta de todos los controles , como si fuera inofensiva, cuando los especialistas en la materia dicen que ni es posible en esa clase de agriculturas intensivas, ni tampoco es inofensiva, sino todo lo contrario, porque los metabolitos provenientes de la descomposición de sus componentes, son tanto o mas peligrosos para la salud humana en el agua, que los agroquímicos.
Una cosa son las limitaciones a la propiedad, y otra si esta es pública o privada. Las limitaciones existentes en torno de las fuentes captadas para uso público, provienen de tiempo atrás cuando se establecieron con el consentimiento de los propietarios. En su mayoría son servidumbres impuestas por el uso público y continuo de más de diez años. El proyecto elimina la prohibición actual de usos peligrosos en toda la extensión del tubo de flujo de las subterráneas, donde lo que caiga va al organismo de los usuarios. Lo renuncia y establece un límite de 200 metros inmediatos de efectos limitados, y una zona de amortiguamiento contigua, donde todo se puede hacer mientras no se pruebe lo contrario. Para todo habría que indemnizar al propietario, contra toda la doctrina jurídica aceptada local e internacionalmente, de las limitaciones ínsitas en la naturaleza de las cosas, así como de las servidumbres actualmente a favor. De nuevo renuncia a lo existente y otorga patente de corso para afectar la salud humana, con burla sangrienta de todo lo que dice al inicio.
Otras barbaridades hace el proyecto, muestra refinada de cinismo e hipocresía de quienes verdaderamente lo redactaron, y de ingenuidad de quienes lo aprobaron sin darse cuenta. Para la comprensión de que es la máxima amenaza pendiente para la salud de los costarricenses, creo que lo dicho es suficiente.
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