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No hay paz sin justicia; no hay justicia sin perdón

Extractos del mensaje de Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Paz

Este año, la Jornada Mundial de la Paz se celebra con el trasfondo de los dramáticos acontecimientos del pasado 11 de septiembre. Aquel día se cometió un crimen de terrible gravedad: en pocos minutos, millares de personas inocentes, de diverso origen étnico, fueron horrendamente asesinadas. Desde entonces, todo el mundo ha tomado conciencia con nueva intensidad de la vulnerabilidad personal y ha comenzado a mirar al futuro con un sentimiento profundo de miedo, hasta ahora desconocido. Ante estos estados de ánimo, la Iglesia desea dar testimonio de su esperanza, fundada en la convicción de que el mal no tiene la última palabra en los avatares humanos.
La paz: justicia y amor. ¿Cuál es el camino que conduce al pleno restablecimiento del orden moral y social, violado tan bárbaramente? No se restablece completamente el orden quebrantado si no es conjugando la justicia con el perdón. Los pilares de la paz verdadera son la justicia y esa forma particular del amor que es el perdón.
Pero ¿cómo se puede hablar, en las circunstancias actuales, de justicia y, al mismo tiempo, de perdón como fuentes y condiciones de la paz? Mi respuesta es que se puede y se debe hablar de ello, a pesar de la dificultad que comporta, entre otros motivos, porque se tiende a pensar en la justicia y en el perdón en términos alternativos. Pero el perdón se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia. En realidad, la verdadera paz es "obra de la justicia".
La verdadera paz, pues, es fruto de la justicia, virtud moral y garantía legal que vela sobre el pleno respeto de derechos y deberes, y sobre la distribución ecuánime de beneficios y cargas. Pero, puesto que la justicia humana es siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y, en cierto modo, completarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas. Esto vale tanto para las tensiones que afectan a los individuos, como para las de alcance más general, e incluso internacional. El perdón en modo alguno se contrapone a la justicia porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado.
El terrorismo. Es precisamente la paz fundada sobre la justicia y sobre el perdón la que es atacada actualmente por el terrorismo internacional. En estos últimos años, especialmente después de la Guerra Fría, el terrorismo se ha transformado en una sofisticada red de connivencias políticas, técnicas y económicas, que supera los confines nacionales y se expande hasta abarcar todo el mundo. Se trata de verdaderas organizaciones, dotadas a menudo de ingentes recursos financieros, que planifican estrategias a gran escala, agrediendo a personas inocentes y sin implicación alguna en las perspectivas pretendidas por los terroristas.
Empleando sus mismos secuaces como arma arrojadiza contra personas inermes y desprevenidas, estas organizaciones terroristas muestran de modo sobrecogedor el instinto de muerte que las mueve. El terrorismo nace del odio y engendra aislamiento, desconfianza y exclusión. La violencia se suma a la violencia, en una trágica espiral que contagia también a las nuevas generaciones, las cuales heredan así el odio que ha dividido a las anteriores. El terrorismo se basa en el desprecio de la vida del hombre . Precisamente por eso, no solo comete crímenes intolerables, sino que en sí mismo, en cuanto recurso al terror como estrategia política y económica, es un auténtico crimen contra la humanidad.
Existe, por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo. Es un derecho que, como cualquier otro, debe atenerse a reglas morales y jurídicas, tanto en la elección de los objetivos como de los medios. La identificación de los culpables ha de ser probada debidamente porque la responsabilidad penal es siempre personal y, por tanto, no puede extenderse a las naciones, a las etnias o a las religiones a las que pertenecen los terroristas. La colaboración internacional en la lucha contra la actividad terrorista debe comportar también un compromiso especial en el ámbito político, diplomático y económico, con el fin de solucionar con valentía y determinación las eventuales situaciones de opresión y marginación que pudieran estar en el origen de los planes terroristas. En efecto, el reclutamiento de los terroristas resulta más fácil en los contextos sociales donde los derechos son conculcados y las injusticias se toleran durante demasiado tiempo.
No obstante, es preciso afirmar con claridad que las injusticias existentes en el mundo nunca pueden usarse como pretexto para justificar los atentados terroristas. Se ha de subrayar, además, que entre las víctimas de la destrucción radical del orden, como pretenden los terroristas, han de incluirse en primer lugar a los millones de hombres y mujeres menos preparados para resistir el colapso de la solidaridad internacional. Me refiero concretamente a los pueblos del mundo en vías de desarrollo, que viven ya con estrechos márgenes de supervivencia, y que serían los más dolorosamente perjudicados por el caos global, económico y político. La pretensión del terrorismo de actuar en nombre de los pobres es una falsedad patente.
¡No se mata en nombre de Dios! Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo. El terrorista piensa que la verdad en la que cree o el sufrimiento padecido son tan absolutos que lo legitiman a reaccionar destruyendo incluso vidas humanas inocentes. A veces, el terrorismo es hijo de un fundamentalismo fanático, que nace de la convicción de poder imponer a todos su propia visión de la verdad. La verdad, en cambio, aun cuando se la haya alcanzado, jamás puede ser impuesta. El respeto de la conciencia de los demás, en la cual se refleja la imagen misma de Dios (cf. Gén. 1, 26-27), permite solo proponer la verdad al otro, al cual corresponde acogerla responsablemente. Pretender imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen. Por eso, el fanatismo fundamentalista es una actitud radicalmente contraria a la fe en Dios. Si nos fijamos bien, el terrorismo no solo instrumentaliza al hombre, sino también a Dios , haciendo de él un ídolo, del cual se sirve para sus propios objetivos.
Por tanto, ningún responsable de las religiones puede ser indulgente con el terrorismo y, menos aún, predicarlo. Es una profanación de la religión proclamarse terroristas en nombre de Dios, hacer en su nombre violencia al hombre. La violencia terrorista es contraria a la fe en Dios Creador del hombre; en Dios que lo cuida y lo ama.
Necesidad del perdón. El perdón, antes de ser un hecho social, nace en el corazón de cada uno. Solo en la medida en que se afirma una ética y una cultura del perdón se puede esperar también en una "política del perdón", expresada con actitudes sociales e instrumentos jurídicos, en los cuales la justicia misma asuma un rostro más humano.
En realidad, el perdón es, ante todo, una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Luc. 23, 34).
Así pues, el perdón tiene una raíz y una dimensión divinas. No obstante, esto no excluye que su valor pueda entenderse también a la luz de consideraciones basadas en razones humanas. La primera, entre todas, es la que se refiere a la experiencia vivida por el ser humano cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas.
El perdón es necesario también en el ámbito social . Las familias, los grupos, los estados, la misma comunidad internacional, necesitan abrirse al perdón para remediar las relaciones interrumpidas, para superar situaciones de estéril condena mutua, para vencer la tentación de excluir a los otros, sin concederles posibilidad alguna de apelación. La capacidad de perdón es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria.
Por el contrario, la falta de perdón, especialmente cuando favorece la prosecución de conflictos, tiene enormes costos para el desarrollo de los pueblos. Los recursos se emplean para mantener la carrera de armamentos, los gastos de las guerras, las consecuencias de las extorsiones económicas. De este modo, llegan a faltar las disponibilidades financieras necesarias para promover desarrollo, paz, justicia. La paz es la condición para el desarrollo, pero una verdadera paz es posible solamente por el perdón.
La delicada situación internacional invita a subrayar con renovada fuerza la urgencia de una solución del conflicto árabe-israelí, que dura ya más de cincuenta años, con una alternancia de fases más o menos agudas. El continuo recurso a actos terroristas o de guerra, que agravan para todos la situación y obscurecen las perspectivas, tiene que dar paso finalmente a una negociación decisiva. Los derechos y exigencias de cada parte serán tenidos debidamente en cuenta y regulados de manera ecuánime, siempre y cuando prevalezca en todos la voluntad de justicia y de reconciliación.
Oración interreligiosa. En este gran esfuerzo, los líderes religiosos tienen una responsabilidad específica. Las confesiones cristianas y las grandes religiones de la humanidad han de colaborar entre sí para eliminar las causas sociales y culturales del terrorismo, enseñando la grandeza y la dignidad de la persona y difundiendo una mayor conciencia de la unidad del género humano .
En particular, estoy convencido de que los líderes religiosos judíos, cristianos y musulmanes deben tomar la iniciativa, mediante la condena pública del terrorismo, negando a cuantos participan en él cualquier forma de legitimación religiosa o moral.
Por todos estos motivos, he invitado a los representantes de las religiones del mundo a acudir a Asís, la ciudad de san Francisco, el próximo 24 de enero, para orar por la paz. Queremos manifestar con ello que el genuino sentimiento religioso es una fuente inagotable de respeto mutuo y de armonía entre los pueblos; más aún, en él se encuentra el principal antídoto contra la violencia y los conflictos. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que quiero anunciar en este mensaje a creyentes y no creyentes, a los hombres y mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el bien de la familia humana y por su futuro.

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