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César L. Menotti
Cada técnico pide a su equipo el mayor esfuerzo posible sobre el aspecto del juego que más le interesa. En mi caso, yo pretendo siempre que mis hombres gasten la mayor parte de sus energías jugando, atacando. Por eso planifico para que la marca, cuando la pelota no está en nuestro poder, sea lo más descansada posible. Sencillamente porque se gana con la pelota y se pierde sin ella. A partir de este precepto digo que:
No quiero a un 10 que vuelve mirando a su arquero. No quiero a un 10 que se tire a los pies de sus rivales en los mismos dos metros cuadrados de siempre.
No quiero al 10 que se transforma en un autómata del pelotazo, creyendo que eso es ser un lanzador, cuando, en realidad, su actitud mecánica termina por alertar a todo el mundo sobre lo que va a hacer, quitándole sorpresa a la maniobra. Ese jugador debe comprender que un lanzador tira 1.000 pelotas: el jugador sabe que la pelota de gol llega jugando.
No quiero al 10 que haga taquitos en mi área, arriesgando el esfuerzo de todos. Así, está jugando para él y por lo tanto desconoce la más elemental noción de equipo.
De la misma forma, quiero al 10 que es capaz de ver al puntero picar hacia adentro y reemplazarlo él por aquello de que el lugar que ocupo yo se lo quito al enemigo picando 30 metros.
Quiero al 10 que haga diez o 12 piques sin pelota, aunque sepa que solo servirá como distracción. Quiero al 10 que si observa que el volante central se va al ataque, retroceda a toda velocidad 40 metros para transformarse en volante defensivo. Definitivamente, la diferencia entre un mal 10 y un buen 10 es que el primero busca sus 10 minutos para definir el partido, a expensas del equipo. El otro los espera jugando.
Fuente: Adaptado de un artículo sobre el tema, escrito por el técnico argentino en la revista El Gráfico, N.° 3151. Reproducido con autorización.
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