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Una tarea permanente

Han transcurrido casi cuarenta años desde aquel 11 de abril de 1963, en que el papa Juan XXIII publicó la histórica carta encíclica Pacem in terris.
El mundo al cual se dirigía Juan XXIII se encontraba en un profundo estado de desorden. El siglo XX se había iniciado con una gran expectativa de progreso. En cambio, la humanidad había asistido, en sesenta años de historia, al estallido de dos guerras mundiales, la consolidación de sistemas totalitarios demoledores, la acumulación de inmensos sufrimientos humanos y el desencadenamiento, contra la Iglesia, de la mayor persecución que la historia haya conocido jamás.
Solo dos años antes de la Pacem in terris, en 1961, se erigió el "muro de Berlíno/oo para dividir y oponer no solamente dos partes de aquella ciudad, sino también dos modos de comprender y de construir la ciudad terrena. Además, seis meses antes de la publicación de la encíclica, el mundo, debido a la crisis de los misiles en Cuba, se encontró al borde de una guerra nuclear.
Los cuatro pilares de la paz. Con su espíritu clarividente, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. La verdad ^dijo^ será fundamento de la paz cuando cada individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás. El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.
Mirando al presente y al futuro con los ojos de la fe y de la razón, Juan XXIII vislumbró e interpretó los dinamismos profundos que estaban actuando ya en la historia. Sabía que las cosas no son siempre como aparecen exteriormente.
La humanidad ^escribió^ ha emprendido una nueva etapa de su camino. El fin del colonialismo, el nacimiento de nuevos estados independientes, la defensa más eficaz de los derechos de los trabajadores, la nueva y agradable presencia de las mujeres en la vida pública, le parecían como otros tantos signos de una humanidad que estaba entrando en una nueva fase de su historia, una fase caracterizada por la "convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sío/oo. Ciertamente, esta dignidad era vilipendiada aún en muchas partes del mundo. Sin embargo estaba convencido de que el mundo era cada día más consciente de algunos valores espirituales y cada vez estaba más abierto a la riqueza de contenido de aquellos "pilares de la pazo/oo. Esta sensibilidad espiritual más aguda tendría también profundas consecuencias públicas y políticas.
Ante la creciente conciencia de los derechos humanos, Juan XXIII intuyó la fuerza interior de este fenómeno y su extraordinario poder de cambiar la historia. Lo que ocurrió pocos años después, sobre todo en Europa central y oriental, fue una excelente prueba de ello. El camino hacia la paz debía pasar por la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En toda convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza.
No se trataba simplemente de ideas abstractas. Eran ideas de vastas consecuencias prácticas, como en seguida demostraría la historia. Basados en la convicción de que cada ser humano es igual en dignidad, surgieron muy pronto los movimientos por los derechos humanos, que dieron expresión política concreta a una de las grandes dinámicas de la historia contemporánea.
El bien común universal. En otro punto el magisterio de la Pacem in terris se mostró profético, anticipándose a la fase sucesiva de la evolución de las políticas mundiales. Ante un mundo que se hacía cada vez más interdependiente y global, el Papa Juan XXIII sugirió que el concepto de bien común debía formularse con una perspectiva mundial. Para ser correcto, debía referirse al concepto de "bien común universalo/oo.
Una de las consecuencias de esta evolución era la exigencia evidente de que hubiera una autoridad pública a escala internacional, que pudiese disponer de capacidad efectiva para promover este bien común universal.
Por esto no sorprende que Juan XXIII mirara con gran esperanza hacia Naciones Unidas. En ella veía un instrumento válido para mantener y reforzar la paz en el mundo. Justamente por esto expresó un particular aprecio por la "Declaración universal de los derechos del hombreo/oo, de 1948, considerándola "un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundoo/oo. Debe hacerse todavía una observación: la comunidad internacional ha dejado, además, de insistir adecuadamente sobre los deberes que se derivan de ella.
En realidad, es el deber el que establece el ámbito dentro del que los derechos tienen que regularse para no transformarse en el ejercicio de una arbitrariedad.
A pesar de muchas dificultades y retrasos, en los 40 años transcurridos ha habido un notable progreso hacia la realización de la noble visión del papa Juan XXIII. El hecho de que los estados casi en todas las partes del mundo se sientan obligados a respetar la idea de los derechos humanos muestra cómo son eficaces los instrumentos de la convicción moral y de la entereza espiritual. Estas fuerzas fueron decisivas en aquella movilización de las conciencias que originó la revolución no violenta de 1989, acontecimiento que determinó la caída del comunismo europeo.
Es sin duda significativo que, en los 40 años transcurridos desde la Pacem in terris, muchas poblaciones del mundo hayan llegado a ser más libres, se hayan consolidado estructuras de diálogo y cooperación entre las naciones y la amenaza de una guerra global nuclear haya sido controlada eficazmente.
A este respecto, con humilde valentía querría observar cómo la enseñanza plurisecular de la Iglesia sobre la paz entendida como tranquilidad del orden se ha mostrado particularmente significativa para el mundo actual. Por tanto, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿qué tipo de orden puede reemplazar este desorden, para dar a los hombres y mujeres la posibilidad de vivir en libertad, justicia y seguridad? Estas preguntas de vasta irradiación indican que el problema del orden en los asuntos mundiales no puede prescindir de cuestiones relacionadas con los principios morales.
¿No es este quizás el tiempo en el que todos deben colaborar en la constitución de una nueva organización de toda la familia humana para asegurar la paz y la armonía entre los pueblos, y promover juntos su progreso integral? Es importante evitar tergiversaciones: aquí no se quiere aludir a la constitución de un superestado global. Más bien se piensa subrayar la urgencia de acelerar los procesos ya en acto para responder a la casi universal pregunta sobre modos democráticos en el ejercicio de la autoridad política, sea nacional o internacional, como también a la exigencia de transparencia y credibilidad a cualquier nivel de la vida pública.
Relación entre paz y verdad. Ninguna actividad humana está fuera del ámbito de los valores éticos. La política es una actividad humana; por tanto, está sometida también al juicio moral. Esto es también válido para la política internacional.
El Papa escribió: "La misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticaso/oo.
Quizás no hay otro lugar en el que se vea con igual claridad la necesidad de un uso correcto de la autoridad política como en la dramática situación de Oriente Medio y de Tierra Santa. La lucha fratricida muestra la urgente exigencia de hombres y mujeres convencidos de la necesidad de una política basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de la persona.
Hay una relación inseparable entre el compromiso por la paz y el respeto de la verdad. La honestidad en dar informaciones, la imparcialidad de los sistemas jurídicos y la transparencia de los procedimientos democráticos dan a los ciudadanos el sentido de seguridad, la disponibilidad para resolver las controversias con medios pacíficos y la voluntad de acuerdo leal y constructivo que constituyen las verdaderas premisas de una paz duradera. Los encuentros políticos a escala nacional e internacional solo sirven a la causa de la paz si los compromisos tomados en común son respetados después por cada parte. En caso contrario, estos encuentros corren el riesgo de ser irrelevantes e inútiles, y su resultado es que la gente se siente tentada a creer cada vez menos en la utilidad del diálogo y, en cambio, a confiar en el uso de la fuerza como camino para solucionar las controversias.
Una cultura de paz. La paz no es tanto cuestión de estructuras, como de personas. Estructuras y procedimientos de paz ^jurídicos, políticos y económicos^ son ciertamente necesarios y afortunadamente se dan a menudo. Sin embargo, no son sino el fruto de la sensatez y de la experiencia acumulada a lo largo de la historia a través de innumerables gestos de paz. Gestos de paz se dan en la vida de personas que cultivan en su propio ánimo constantes actitudes de paz. Gestos de paz son posibles cuando la gente aprecia plenamente la dimensión comunitaria de la vida.
La religión tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz.
Este papel lo puede desempeñar tanto más eficazmente cuanto más decididamente se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la enseñanza de una fraternidad universal y la promoción de una cultura de solidaridad.
El beato Juan XXIII era una persona que no temía el futuro. Lo ayudaba en esta actitud de optimismo la confianza segura en Dios y en el hombre, aprendida en el profundo clima de fe en el que había crecido.
Al inicio de un nuevo año en la historia de la humanidad, este es el augurio que surge espontáneo de lo más profundo de mi corazón: que en el ánimo de todos brote un impulso de renovada adhesión a la noble misión que la encíclica Pacem in terris propuso hace cuarenta años a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta tarea se concretaba en "establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo la enseñanza y el apoyo de la verdad, la justicia, el amor y la libertado/oo.
Ciudad del Vaticano, 8 de diciembre del 2002.

  • POR Extractos del mensaje del papa Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Paz (1.° de enero del 2003) "Pacem in terris una tarea permanenteo/oo
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