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Primero de enero: nueva jornada mundial de la paz. El Santo Padre considera oportuno que se recuerde la famosa encíclica de Juan XXIII Pacem in terris de 1963.
El mundo al que se dirigió Juan XXIII se encontraba en estado de desorden, consecuencia de las dos guerras mundiales del siglo XX, el surgimiento de sistemas totalitarios demoledores, la acumulación de inmensos sufrimientos humanos y el desencadenamiento, contra la Iglesia, a lo largo del siglo, de la mayor persecución de la historia: México, España, China, URSS, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Albania... El "muro de Berlín" sería la viga corona de tanto maltrato... Parecía que la desconfianza, la división, la guerra fría durarían para siempre... La crisis de Cuba casi degenera en una guerra nuclear...
La razón como guía. Confiando en Dios y en la capacidad humana de enmendar, Juan XXIII planteó las cuatro exigencias humanas sobre las que edificar la paz: la verdad de que, más que los propios derechos, hay que reconocer los propios deberes para con los demás. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los propios deberes para con los demás. El amor será fermento de paz cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. La libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, las personas se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.
Juan XXIII manifestó los dinamismos profundos que estaban ya actuando en la historia. La situación desordenada del mundo iba a cambiar: se iniciaba una revolución espiritual.
La humanidad emprendía una nueva etapa movida por la convicción de que todos los seres humanos son, por dignidad natural, iguales entre sí; estaba más consciente de la necesidad de revalorar la verdad, la justicia, el amor y la libertad. El mundo quiere llevar esos bienes espirituales a la vida social de todas las naciones.
Para quienes se guiaban por la voz de Juan XXIII lo más natural fue la caída del “muro de Berlín” con todas sus consecuencias.
Camino inconcluso. Hay que defender y promover los derechos humanos fundamentales de todos los habitantes de la Tierra. Debe lograrse que las Naciones Unidas se interesen más y mejor por esta cuestión en el ancho mundo.
En el fondo de lo que se trata es de conocer y acatar la ley moral universal inscrita en el corazón de la persona. Ello debe llevar a percatarse de que hay un bien común universal que demanda una autoridad pública internacional que tenga como objetivo ser gerente de ese bien.
Una mayor conciencia de los deberes humanos reportaría gran beneficio a la causa de la paz. Porque es el deber el que establece el ámbito dentro del que los derechos humanos tienen que regularse para que no se transformen en el ejercicio de una arbitrariedad.
La religión –dice Juan Pablo II– tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz. Porque lo que la caracteriza es la apertura a Dios, con la consiguiente enseñanza de la fraternidad universal y la promoción de la cultura de la solidaridad. Al respecto recuerda lo ocurrido en Asís, donde se han reunido a orar fraternalmente los líderes de las religiones del mundo.
Lo enseñado por Juan XXIII es recreado por Juan Pablo II y presentado al mundo: si quiere la paz, que siga el camino correcto.
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