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Tanto los expresidentes José María Figueres Olsen y Miguel Ángel Rodríguez Echeverría como don Abel Pacheco, en algún momento de sus administraciones respectivas, se han quejado de los obstáculos –burocráticos e institucionales– que frenan la marcha del gobierno de la República.
Los entrabadores de corte institucional parecen –en lo particular– bien diagnosticados por los estudiosos en la materia y podrían, reorganizativamente, atenuarse o rectificarse... el día en que convergiere en la escena gubernamental un mandatario junto con un cuerpo de legisladores dotados e imbuidos de un determinante espíritu reformador.
Ampliación del período productivo. Así, en ese contexto imaginario, el proceso transformador respectivo podría comenzar con la ampliación del estrecho cuadrienio presidencial vigente, a períodos quinquenales: más reflexivos y más funcionales. Esto, por cuanto los presidentes, los ministros y los diputados entrantes destinan el primero de los cuatro años disponibles al aprendizaje de los enmarañamientos jurídico-administrativos: reductores virtuales de la funcionalidad del Estado. Luego, por lo general, los dos años intermedios resultan productivos, pero, durante los últimos doce meses del cuadrienio en cuestión, la mayoría de los jerarcas aludidos terminan involucrándose en la campaña presidencial de turno. Entonces, de existir mandatos quinquenales, no solo se dilatarían los abultados costos en "deudas"políticas y en distracciones electoralistas, sino que los dos fértiles años actuales se podrían alargar a trienios más redituables.
Complementariamente, habría que redistribuir las tareas de la cúpula gubernamental, reasignándoles a los presidentes de la República –jefes de Estado– solo las relativas a la magna representación de país –soberanía nacional, arbitraje interpoderes: ejecutivo-legislativo y selectivos actos protocolarios–; y los quehaceres plus gerencialistas se delegarían en un primer ministro, designado por el mandatario de turno. A la vez, en circunstancias muy excepcionales, los presidentes, si resultaren de suyo incompetentes o amenacen la paz social, se les podría separar del cargo mediante referendos revocatorios (tal como le podría suceder a Chávez en Venezuela). Asimismo, los primeros ministros-jefes de los consejos ministeriales –ya por incapacidad gerencial ya por desgaste político– serían destituidos por el mandatario o por iniciativa de los diputados. Y el Parlamento, en casos de conflictividad o inoperancia extremas, también podría ser disuelto por el jefe de Estado, en respuesta a una petitoria bien fundamentada del “premier” en funciones.
Premio a competencia y ética. Estos dispositivos no son propiedad exclusiva del parlamentarismo ni del presidencialismo, sino que –cual mágico médium institucional de premios o sanciones políticas– procuran “premiar” a los gobernantes como a los cuerpos legislativos éticos y competentes con la permanencia en sus cargos durante toda la extensión de sus mandatos. Inclusive, acorde con el veredicto de los electores pensantes, posibilitan el reeleccionismo y la carrera política. En esencia, privilegian la funcionalidad del aparato gubernativo estatal.
No obstante, consciente de la resistencia mental a los cambios trascendentales que traslucen los mandatarios y los diputados costarricenses, sabemos que las reformas propuestas no germinarán en la conocida aridez de las legislaturas ordinarias. Y menos ahora que la Sala IV ha puesto en duda las potestades de la Asamblea Legislativa para realizar reformas constitucionales de carácter político. Pero, tal vez en un futuro cercano, en un entorno democrático tan civilista como el nuestro –pleno de ciudadanos estudiosos y propositivos, sin requerirse revoluciones ni golpes de Estado– las enmiendas en cuestión y otras estelares –elección unipersonal de diputados, candidaturas parlamentarias independientes, creación de regiones congresionales...– se podrían debatir en el fértil, solemne y resolutivo escenario de una asamblea nacional constituyente.
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