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Jueves, 7:30 a. m., mañana fría, soleada, no llueve. Manejando rumbo al trabajo voy escuchando noticias: que el Contralor debe empezar por controlarse; que hay un nuevo desfalco con fondos públicos; que el periodista lo detuvieron por ser demasiado complaciente con un presidiario acusado de ser un probable asesino; que el Presidente se enojó porque lo critican; que la gasolina continúa subiendo; que el Fiscal General cuenta con protección policial especial; que se proponen nuevas guías sexuales para rediscutirlas; que el texto del TLC no termina de estar claro; que el Ministro informa de que si no hay acuerdo con el plan fiscal, se harán recortes del gasto social.
De repente, una escena, que inicialmente me hace dudar de que si lo que estoy viendo es como lo estoy viendo, me saca de estas noticias y me vuelve a la realidad. En una esquina, a 200 metros del Museo de los Niños, un niño de acaso 12 años, con cara infantil y ropa limpia, que aparenta ser nueva, está tirado en la acera, durmiendo, bajo los efectos de las drogas, sin que nadie haga nada. Al principio no entendía porque me impactaba tanto lo que veía, si todos los días manejando o en mi trabajo, me enfrento a niños, niñas y adolescentes que se encuentran viviendo en la calle, física y emocionalmente deteriorados, consumiendo drogas o siendo víctimas de la explotación sexual.
Ningún sector escapa. Cuando pude controlar el sentimiento que experimentaba, comprendí por qué me sentía de esa manera al ver esta escena; este adolescente no correspondía a la figura típica de la persona deteriorada físicamente y que, con ropa sucia, todos los días y cada vez más encontramos en la calle; evidenciándome que si bien los más vulnerables son los sectores más desposeídos, en las condiciones sociales actuales, esta situación no es ajena a ningún sector. Comprendí además que, de tanto ver esta realidad, como sociedad nos hemos ido desensibilizando y aceptamos situaciones que son intolerables. Parte de esto es que hemos ido dejando que se junten circunstancias, que cada vez más ponen en riesgo a nuestros niños, niñas y adolescentes Esta Costa Rica no es en la que yo crecí, ni quiero que esta sea en la que crezcan los niños, niñas y adolescentes del país.
Una nación solidaria. No es la Costa Rica de los ciudadanos que son nombrados en puestos internacionales relevantes o a los que se les entregan reconocimientos mundiales, que llegan a ellos o se los otorgan no solo por sus méritos personales, sino, fundamentalmente, por el prestigio de un país solidario.
Esta Costa Rica, que puede llegar a ser inútil para proteger el desarrollo saludable de sus niños, niñas y adolescentes, no es la que soñaron nuestros abuelos y padres. ¿No es ya hora de que no permitamos que se continúe destruyendo nuestro Estado solidario, base de nuestra idiosincrasia y progreso humano y defendamos a nuestra niñez y adolescencia?
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