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Llegó enero, una vez más. Este es un mes ingrato, en el que el calendario nos alienta a soñar un poco y a replantearnos propósitos personales, que se enfrentan, a los pocos días, con la cuesta económica y con las mismas rutinas del año anterior. Pero, como sociedad, ya se nos está acabando el lujo de regresar a las viejas costumbres.
El 2005 nos enfrentará a una nueva campaña política. Con nuevos partidos, de los que aún no conocemos propuestas o ideologías -si las tienen-, compartiendo la arena política con los debilitados partidos tradicionales, la visión de ir a las urnas en poco más de 12 meses se nos vuelve un panorama incierto. Y en ese espectro de banderas políticas, que ya se nos figura variopinto, lo que parece surgir es una gran imagen de una clase política desprestigiada, que ha dado muestras de una profunda incapacidad para pensar en plazos mayores a cuatro años.
Herencia malgastada. Pertenezco a una generación nacida en los setentas, que ha disfrutado de los beneficios de los empujones sociales que se dieron antes de que llegáramos al mundo. Pero es una generación que ha pretendido que el avance continúe por inercia y olvidó que no estamos en el vacío. Si Costa Rica sigue gozando de estadísticas sociales aceptables en la región, mi generación tiene poco crédito en ello. Nos hemos montado en la base que construyeron nuestros padres y abuelos, pero hemos valorado mal la herencia y nos ganamos un premio a la desidia.
Las encuestas nos muestran como una sociedad políticamente apática, lo que desdice mucho del ideal democrático que hemos proyectado hacia el mundo. Hemos dado por supuesto que gozamos de libertades y estándares democráticos ejemplares. Pero, como todo, nuestra sociedad y democracia son perfectibles y marchar por las calles, si bien es importantísimo como manifestación del sentir ciudadano, pocos resultados tendrá si no asumimos con seriedad nuestra participación a través de otros mecanismos democráticos.
Ventaja perdida. La mayor parte de las sociedades latinoamericanas debieron enfrentarse a un proceso -no siempre exitoso- de repensarse, después de dejar atrás las dictaduras. Nosotros, que teníamos muchos pasos de ventaja, nos hemos quedado estancados y tenemos serias dificultades para autoevaluarnos y replantearnos un proyecto social común. El precio lo estamos pagando pues, por no tomar decisiones y atrevernos a andar, nos están dejando atrás.
El mundo sigue adelante. Nos hemos insertado a punta de parches en la marcha global, sin una estrategia clara y definida. Creemos que por ser un país pequeño no tenemos espacio para plantearnos el papel que queremos desempeñar en un planeta cambiante. Y cuando uno no toma sus propias decisiones ni define sus propias metas, alguien más lo hará por uno, a costa de la propia identidad y soberanía.
De espectador a actor. La campaña política de este año puede terminar de sumir al pueblo en la apatía o puede constituirse en un momento fundamental para plantearnos preguntas clave como sociedad. Los partidos políticos y los medios de comunicación tienen un papel esencial que cumplir, pero el diálogo social también debería trascenderlos. El electorado debería dejar atrás su papel de mero espectador, que se contenta con poco más que pan y circo en las plazas públicas, para exigir, informarse y comprometerse más. Si no se hace, cada ciudadano tendrá que aceptar su cuota de responsabilidad por omisión
Lo peor que podríamos hacer -mi generación y las demás- es dar la espalda de nuevo, como si lo que pasa en este país no fuera asunto nuestro. En la próxima campaña política la apatía es un lujo que ya no nos podemos dar. Si el 2004 nos despojó de la inocencia, el 2005 nos exigirá tomar decisiones con seriedad y actuar -sí, actuar- de una vez por todas, con madurez democrática.
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