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"Sacaba cadáveres de niños y de adolescentes, los cuerpitos no se movían, en la oscuridad, un horror, hasta que no pude más", lloraba un hombre canoso, de piel morena, sentado en la vereda, en medio de un pandemónium en la puerta de la disco de Buenos Aires donde ocurrió la tragedia.
El socorrista espontáneo hundía sus manos en los cabellos, parecía querer arrancárselos, mientras alrededor había un caos de gritos de terror y muchachos llevaban colgados del hombro a otros, inanimados como maniquíes.
"¡Ayuda, por favor, se muere!", clamaba un adolescente de barbita y pelo largo, sin camisa y descalzo, cuando arrastraba por el suelo a una muchacha de unos 20 años, entre la multitud enloquecida, rodeado de bomberos y policías.
Los 30 grados de temperatura en la calle del verano porteño austral se elevaban a más de 50 grados dentro del recinto bailable República Cromagnon, de la que brotaba gente en tropel, como una manada.
"¡Mi hijo, dónde está mi hijo?", bramaba una mujer rubia de unos 40 años que empujaba a policías que intentaban en vano detenerla. La mujer avanzó como una poseída en las penumbras de la calle estrecha de la disco, pero se desplomó desmayada.
Unos 1.000 sobrevivientes, con rostros desencajados, formaban una masa de cuerpos sudorosos, ennegrecidos por el hollín de la humareda, que levantaba los brazos al cielo como implorando. Otros se abrazaban arrasados por la angustia y la impotencia.
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