Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Todo es paradoja, aporía, contradicción en la deslealtad. Porque la deslealtad no es lo contrario del amor. Antes bien, el amor es la condición de posibilidad de la deslealtad. Se es desleal amando, se traiciona únicamente desde el amor, no desde el odio. El enemigo no traiciona: sus emboscadas son previsibles y constitutivas de su esencia misma de enemigo. Solo es capaz de traicionar aquel que ama. Nunca he albergado duda alguna sobre la autenticidad del amor de Judas. Ese beso dador de muerte es el símbolo mismo de todo cuanto hay de paradójico en el gesto de la traición. Se traiciona con un beso, porque este representa precisamente la disonancia interna, la atroz ambivalencia, la esquizoide incoherencia del traidor. La traición es un ataúd recubierto de fragantes guirnaldas que con gesto amoroso nos ofrecen para que en él nos instalemos inadvertidamente.
Constelación de antivalores. Dante confinó a los traidores al último círculo del Infierno, por debajo de los lujurientos, los avaros y los sátrapas. La deslealtad era, en su particular código ético, la peor abyección de que el ser humano era capaz. Y es que, si la ponemos bajo el microscopio moral, advertimos que la deslealtad no es una sustancia simple, es, antes bien, un compuesto químico múltiple: la configuran la mentira, la hipocresía, la crueldad, la indecencia. En suma, cuando hablamos de deslealtad, más que de un antivalor hablamos de una constelación ética de antivalores, de varias enfermedades del alma, todas cobijadas bajo el mismo nombre genérico.
La parte y el todo. La infidelidad es tan solo una de las formas en que la deslealtad se manifiesta: su expresión específicamente erótica. Pero en el ámbito del filia -el amor filial- y del ágape -el amor universal- la deslealtad no es menos característica de la criatura humana. Hay hermanos y amigos que se traicionan los unos a los otros, y personas que traicionan a su patria o a su familia. Por otra parte, la deslealtad no tiene al individuo por único foco ontológico. La colectividad es también capaz de traición: naciones enteras que en determinado momento histórico actúan con deslealtad, familias que ejercen la traición contra el individuo. Tanto puede traicionar la parte al todo como el todo a la parte. Bien conocida es la práctica social de ciertos caníbales que son harto hospitalarios con el forastero. hasta el día en que deciden comérselo vivo. Nada de qué sorprenderse, puesto que ellos mismos tienen por costumbre comerse entre sí.
Venenoso legado. ¿Por qué traiciona el traidor? Más que implausible, amigos, la tesis de un gen de la traición perdido en los oscuros caminos de la sangre. No. La deslealtad es aprendida, transferida, es el legado generacional de nuestras figuras de autoridad -padres, gobernantes, profesores-. Una herencia culturalmente normada, el venenoso regalo que, a menudo sin afán de perjudicarnos, nos ofrendan aquellas personas que hicieron las veces de modelos éticos, y con las cuales tendemos naturalmente a identificarnos (por identificación quiero aquí decir reproducción del mismo modelo, absorción de patrones de conducta que en lo sucesivo reciclaremos con inexorabilidad de autómatas). Le inflijo al mundo lo que a mí me infligieron, o lo que vi que a alguien en mi familia le infligían. La libertad no es otra cosa que la capacidad de cortar el macabro engranaje que me condiciona a reproducir las aberraciones grabadas a sangre y fuego en mi genograma familiar. Y se puede, claro que se puede. Pero para ello hacen falta principios, carácter y, por encima de todo, consciencia.
El traidor se traiciona siempre a sí mismo. Tal es su triste, inescapable sino. Como la mentira -con la cual es consustancial-, la traición nos da la ilusión de un triunfo momentáneo, un alivio o una solución provisional a la urticación moral que nos llevara a perpetrarla. Pero la verdad es otra. La verdad es que a largo plazo la deslealtad siempre degrada y destruye a quien la ejerce. No por dictamen divino, sino por la simple razón de que en el fondo no hay más que una forma de la deslealtad: la del ser humano contra sí mismo.
Este documento no posee notas.