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Sin niñeras a mano ni plata para pagar una, a Reina Ortiz Espinoza, de 31 años y con cinco bocas que mantener, no le queda otra opción que llevar en sus viajes de pesca a alguno de sus hijos.
"Es peligroso, ¿para qué le diré que no?; pero viera: a veces no tengo a nadie, nadie que me los cuide. Pidiéndole a Dios que no les pase nada, dejo a los grandes en la casa y me llevo a la menor conmigo", explica esta madre.
"No es fácil y da miedo. Hay que salir a 'nasear' en las noches para que no lo vean uno", agrega.
" Tras de eso hay que cuidar que los manatíes, que están cerca, no le vuelquen a uno el bote... Ella (su hija menor) me acompaña y ya ni les tiene miedo a los langostinos; hasta se los come crudos", dice Reina mientras aprieta contra su pecho a la pequeña Dyana Leiva Ortiz, de 3 años de edad.
No es jefa de hogar, pero su esposo con suerte consigue uno que otro jornal para llevar el sustento diario a este concurrido hogar.
"A veces pasan semanas, y al pobre no le sale nada. Cuando sale una chapia, después le dicen que pase después por el pago, y una aquí, con los chiquillos muertos de hambre. Esto es duro, señora", dice mientras construye una "nasa" (cesto para pescar langostinos) en el patio de su rancho.
Día a día. En Boca San Carlos, las mujeres pescadoras, al igual que los hombres, se juegan el cuello por buscar comida.
"Mire: es que, a veces, uno no halla ni qué hacer. Es que no hay ni arroz para llenar a los güilas... ¿Yo? Yo no sé lo que es comprarse una mudada. Ya ni me acuerdo cuándo fue que me puse algo nuevo", explica Reina mientras prosigue con la construcción de las "nasas".
Si en la noche no hubo suerte, la otra opción es la madrugada; todas menos las horas del sol.
"Yo hago lo que sea con tal de que mis hijos no pierdan la escuela. No quiero que tengan mi misma suerte: yo solo pude llegar hasta el tercer grado", explica.
Entre tanto, ya construyó una "nasa" más pues al día siguiente debe salir antes de las 5 a. m. a ver si tiene buena suerte. La última vez no logró pescar nada.
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