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A las 10:40 a. m. la gradería norte de sol del Estadio Nacional estaba floreada de sombrillas. Para cualquier chica, un espacio en la sombra era quizás más cotizado que un beso de don Felipe de Borbón.
El entusiasmo del principio se fue marchitando con el calor y la falta de protocolo.
Todos estaban allí, desde los venerables abuelos que vestían su traje con estoicismo hasta el trigueño práctico que hizo caso omiso de la solemnidad y llegó en pantaloneta; desde la pechugona escotada hasta la cincuentona con sombrero de ala ancha y gafas más grandes que su cara.
A las 11:35 a. m., una nube diluyó las lanzas de luz, suceso que se celebró más que la entrada de los diputados a la sesión solemne.
Pasado el mediodía, luego del discurso del nuevo presidente, la gradería empezó a desgranarse. El plato principal del día fue comido con emoción y ahora todo iría cuesta a bajo, en cuenta el discurso del presidente del Congreso, a quien el público apuró y choteó.
A la salida del estadio, una garúa marcaba el principio de una tarde que desquitaría con sobrada agua los ardores de la mañana. "Mejor verlo por tele con un fresquito", se despedía un prójimo.
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