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Una muchedumbre se congregó recientemente frente a la embajada argentina en Roma. Los agentes de policía que protegían la sede se desconcertaron al observar a los manifestantes. No eran las caras usuales en las protestas contra la globalización, sino ancianos que, aprovechando la visita del presidente Néstor Kirchner, reclamaban la pérdida de sus ahorros por la cesación de pagos de la deuda argentina.
Cerca de 450.000 pequeños ahorristas italianos que habían adquirido dichos valores se vieron burlados cuando, a inicios de la presente década, esa nación sudamericana decidió unilateralmente dejar de atender sus obligaciones financieras. Lamentablemente, no fueron solo italianos quienes sufrieron. Aquello constituyó un récord histórico: $132.000 millones quedaron en veremos y, alrededor del planeta, gobiernos, bancos y simples ciudadanos debieron enfrentar el horror de esa millonada súbitamen- te evaporada.
Exuberancia. Durante el decenio previo, conforme la economía argentina crecía y sus dolarizadas finanzas ganaban fama, el país procuró obtener mayores recursos en los mercados internacionales mediante la colocación de bonos con réditos sumamente ventajosos. Los títulos de la deuda argentina muy pronto engrosaron las arcas de venerables instituciones oficiales, así como los bolsillos de familias cuya subsistencia dependía de los intereses devengados por esos valores.
Sin duda, la década de 1990 evoca una agitada milonga bailada por Argentina con el Fondo Monetario, el Tesoro norteamericano, bancos de inversión públicos y privados, los ricos y no tan ricos, los propios y los foráneos, cautivados por la exótica danza y dispuestos a financiar el baile. En el trasfondo de aquel frenesí, el fisco seguía prodigando una creciente cor-nucopia a las gobernaciones provinciales, en tanto las cuentas externas desdecían las bondades de la paridad, defendida a capa y espada por las autoridades argentinas.
Desde luego, los pronósticos no eran alentadores y, tras el alegre festín, quienes sucumbieron al hechizo de la nocturnal milonga debieron encarar un amanecer amargo y triste, como aquellos célebres tangos de Magaldi.
Debacle. La crisis que emergió, una tragedia advertida por algunos observadores sagaces, creó un pánico que casi de inmediato hizo temblar a Brasil, Uruguay y otras naciones vecinas, para luego sacudir todo el ámbito internacional. La preocupación se agravó debido a las medidas adoptadas por el Gobierno para evadir sus responsabilidades tras la cesación de pagos. Así, por ejemplo, transfirió a Suiza unos $20.000 millones en activos extranjeros para ponerlos a resguardo de eventuales medidas cautelares ordenadas por tribunales a pedido de los acreedores. También, en forma arbitraria, cambió los términos y condiciones de los bonos y quienes no aceptaron los cambios, que incluían una reducción drástica del principal, vieron sus acreencias borradas. Esto último significó un gigantesco repudio de obligaciones.
Tras el caótico período que sobrevino a la cesación de pagos, en años recientes, en particular los dos últimos, la economía argentina tuvo un repunte considerable, apoyado en los mejores precios por sus exportaciones en los mercados mundiales. Dicha recuperación, sin embargo, ha tenido el bemol de enfriar el entusiasmo por las reformas fiscales indispensables para evitar una repetición de la crisis.
Irresponsabilidad. A nadie escapa que el Gobierno central continúa dispensando su munificencia a las gobernaciones de provincias, que reciben un importante porcentaje de los ingresos federales y cuyas robustas burocracias engordan al son del populismo y la irresponsabilidad. La influencia política de los gobernadores ha impedido los recortes de gastos que demandaría sanear la hacienda argentina, recortes que igualmente ha soslayado Kirchner, a su vez antiguo gobernador de provincia.
Kirchner, no obstante, a ratos pareciera comprender que el crecimiento económico de su país demandará un flujo estable de inversiones y financiamientos del exterior, ahora inhibido por la apabullante deuda congelada. Sin embargo, no actúa, a sabiendas de que no bastará para mantener las recientes tasas de expansión la solidaridad bolivariana de Hugo Chávez, cuyas compras de bonos permitieron a Argentina ponerse al día con el Fondo Monetario. Aquí se trata de otras platas en dimensiones similares a las que antes vinieron –y deberán venir– para poder regenerar la capacidad productiva del país.
Exclusión. El costo político y financiero que el repudio de la deuda ocasiona quedó en evidencia con el reciente anuncio de la representante comercial de los EE. UU., Susan Schwab, de que recomendará al Congreso excluir a Argentina de los beneficios del Sistema Generalizado de Preferencias (SGP). La misma suerte corrió Venezuela, lo cual no es de extrañar, junto con otras 11 naciones. La renovación y modificaciones de este régimen arancelario, que ha posibilitado el ingreso exento de impuestos de productos de 113 naciones, corresponden al Congreso, cuya decisión se espera a finales del presente año. Para Argentina, la exclusión afectará exportaciones por más de $700 millones anuales.
En este sentido, es ampliamente conocido el disgusto en Wash- ington por la burla de Argentina a numerosos acreedores norteamericanos. Y, por si faltaban razones, tampoco ha elevado la imagen de Kirchner en el Capitolio su comunión con Fidel y Chávez.
De cualquier manera, los signos de los tiempos aconsejan una solución pronta al problema de la deuda. La pregunta que se formulan los principales inversionistas es si, llegado el momento de los arreglos, Kirchner será capaz de encender la confianza y el entusiasmo de la gran masa de acreedores para otra danza de millones.
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