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La Asociación Nacional de Fiscales y Exfiscales de la República cerró filas, como informamos ayer, en defensa de Giselle Rivera, fiscal del Ministerio Público, amenazada de muerte. Esta funcionaria judicial, junto con Miguel Ramírez, está a cargo de la acusación penal contra un grupo de imputados por el asesinato del periodista Parmenio Medina. Por este motivo, el fiscal general, Francisco dall’Anese ordenó que se le brindara a ambos fiscales una protección especial para garantizar su seguridad, así como el desarrollo normal del proceso que, a lo largo de estos años, ha sido objeto de toda suerte de incidentes.
También reciben protección policíaca 16 testigos en este mismo proceso por intimidación comprobada. No es la primera vez que, en un juicio penal, los jueces, los fiscales y los funcionarios del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) sufren este tipo de acoso o de coacción, a fin amedrentarlos a ellos y a sus familias. Este tipo de conductas delictivas no solo pone a prueba la fortaleza del sistema judicial, sino que demuestra la singular naturaleza de la labor jurisdiccional y, por lo tanto, la competencia, coraje y valores éticos de los funcionarios judiciales. De aquí la necesidad imperiosa de que, en estas circunstancias de apremio, el Estado y la sociedad correspondan con igual eficacia y solidaridad. En ello va la defensa de los valores básicos de la libertad y de la seguridad, así como la supervivencia del sistema democrático.
Estas amenazas de muerte no deben interpretarse como actos aislados o fugaces. Si, por el número de personas necesitadas de protección policial, tanto funcionarios judiciales como testigos, la situación es inusual, su ocurrencia en un marco de violencia creciente en el país, desde el punto de vista cuantitativo y cualitativo, obliga a una toma de conciencia más profunda. Necesariamente deben relacionarse estas amenazas con otro hecho sin precedentes: la presencia y acción de sicarios, nacionales y extranjeros, en nuestro país, como lo hemos informado y comentado, y, en otro plano, las intensas campañas de difamación por Internet contra magistrados, fiscales y periodistas, en estos años, así como los disparos, en tres ocasiones, contra las instalaciones de La Nación . En suma, las tareas de investigación e información, así como la acción de los tribunales de justicia han sido objeto de violencia verbal, física, moral o psicológica, con el propósito de malograr su cometido constitucional, en defensa de los derechos de los habitantes.
Estos hechos desbordan el marco judicial o periodístico. Comprenden a todo el país por incluir valores básicos para el sistema democrático y la convivencia pacífica. De aquí la responsabilidad, como lo hemos comentado reiteradamente, de quienes, con tal de hacer valer sus intereses, a toda costa, violentan el Estado de derecho, pretenden hacerse justicia por su propia mano, desconocen los mandatos de los tribunales o les niegan legitimidad a las autoridades libre y limpiamente elegidas. Crean, asimismo, un ambiente malsano todos aquellos que quebrantan el orden público y el procedimiento legal establecido anteponiendo a la convivencia democrática la llamada democracia callejera, un desafío a las instituciones republicanas.
Se dirimen en los tribunales de justicia, en estos meses, cuestiones medulares para el país en el orden penal. El Poder Ejecutivo debe restaurar el orden, la legalidad y la buena gestión pública en diversas instituciones, donde han imperado el desorden y el derroche, lo cual implica tocar fuertes intereses creados, y la Asamblea Legislativa debe adoptar este año decisiones determinantes para el futuro del país. Ninguno de estos frentes está exento de violencia verbal y de amenazas. Se impone, por lo tanto, que los dirigentes del país, en su propio ámbito, particular o público, procedan con sabiduría para que la razón doblegue la violencia, el odio o la venganza.
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