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Era inevitable modernizar el régimen cambiario. Ahora, el proceso es irreversible. La junta directiva del Banco Central adoptó el miércoles pasado un nuevo Reglamento para las operaciones cambiarias que permitirá a los bancos operar con más dólares en caja para transar entre ellos (y con el público) con más flexibilidad, sin tener que recurrir a la intervención constante del Banco Central. Con ello, se dio un paso firme hacia la eventual entrada en vigencia del nuevo sistema de bandas cambiarias, anunciado para el último trimestre del año.
La explosión de movimientos de capital asociados con la liquidez mundial y reducción de las tasas de interés, y la creciente integración de los mercados financieros internacionales impusieron una dura prueba al régimen cambiario de minidevaluaciones. Al Banco Central le resultaba prácticamente imposible mantener la cuenta de capitales abierta (libertad para comprar y vender divisas libremente) y controlar simultáneamente el tipo de cambio y, a la vez, controlar los agregados monetarios mediante las tasas de interés para evitar que la inflación se le saliera de las manos. Esta trilogía imposible –según la jerga de los economistas– obligaba al Banco Central a intervenir comprando o vendiendo divisas, lo que afectaba el nivel de liquidez y la tasa de inflación. Si subía la tasa de interés para captar recursos y esterilizar circulante, estimulaba entradas de capital y terminaba adquiriendo divisas excedentarias y aumentando la liquidez, en una especie de círculo vicioso.
Otros países europeos y latinoamericanos –Israel, México, Brasil, Colombia, Chile– enfrentaron esa misma trilogía imposible y terminaron, al final, por dejar flotar libremente la moneda. Como consecuencia –y gracias al efecto de otras medidas complementarias como las denominadas inflation targets (metas de inflación)–, lograron estabilizar sus monedas y reducir notoriamente la inflación, y hoy son capaces de exhibir índices similares a los prevalecientes en el mercado financiero internacional. Y ese debe ser el principal objetivo a lograr por el nuevo régimen cambiario: contribuir a controlar la inflación y mejorar otros índices económicos, y preparar al país para la dura competencia del comercio internacional. Pero este objetivo no se logrará ni consolidará plenamente, a menos de completar la transición de bandas estrechas a un régimen de libre flotación e insertar el régimen cambiario en un esquema más amplio de inflation targets.
Según dimos a conocer la semana pasada, el esquema previsto por el Banco Central es razonable. Las bandas de fluctuación cambiaria, al inicio, serán estrechas para que la transición se produzca de manera ordenada. El Banco las fijará alrededor de un valor central implícito y estará dispuesto a intervenir comprando o vendiendo divisas cada vez que el mercado empuje las cotizaciones a algún extremo de la banda: si es al extremo superior, vendería divisas para evitar que el tipo de cambio se dispare; y estaría dispuesto a comprar cuando se ubiquen en la banda inferior, para evitar un desplome que perjudique a los exportadores. Sin embargo, lo importante es tener en consideración que el objetivo final es la flotación limpia, único régimen en que la intervención no afectaría la política monetaria. En ella, el mercado fijaría libremente el equilibirio y el Banco Central solamente intervendría para moderar tendencias especulativas que pudieran surgir, pero no para moderar las tendencias naturales.
Afortunadamente, las condiciones macroeconómicas actuales son propicias para iniciar la transición. El déficit fiscal representa un porcentaje relativamente pequeño del PIB; el Sistema Bancario Nacional mantiene un buen nivel de reservas (alrededor de $3.000 millones); las tasas de interés no son muy elevadas como para argumentar que sostienen artificialmente el tipo de cambio; las exportaciones y el mercado cambiario se han diversificado, y la confianza en la política económica es razonable. Además, el Banco Central está manejando el proceso con una gradualidad razonable y de forma transparente. Las instituciones públicas (cuyas transacciones en dólares son voluminosas) seguirán manejando sus operaciones directamente con el Banco Central y, en general, no hay ninguna crisis en ciernes.
No vemos ninguna razón objetiva para alimentar el sobresalto. Sin embargo, varios aspectos deben quedar claros para todos los participantes: el régimen de bandas estrechas debe ser temporal; la meta es la flotación libre; el período de transición debe ser razonable, pero no indebidamente largo; y el propio sector privado debe encargarse de desarrollar mecanismos de cobertura cambiaria ágiles y poco costosos. Por su parte, el Gobierno y Banco Central deben tener muy claro que, al final, el éxito (o fracaso) de cualquier régimen cambiario depende de las bondades de la política macroeconómica. Ningún régimen cambiario, por mejor diseñado que esté, puede, por sí solo, hacer milagros.
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