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A finales del 2003, el descubrimiento de residuos de uranio altamente enriquecido en plantas nucleares de Irán produjo una gran preocupación en la comunidad internacional por revelar posibles intentos y pruebas para desarrollar un programa atómico con propósitos militares, no civiles, como han proclamado siempre los representantes del régimen teocrático de ese país. Desde entonces, se comenzaron a suceder una serie de esfuerzos diplomáticos, encabezados por miembros de la Unión Europea (UE), que ofrecieron una serie de incentivos a los iraníes a cambio de garantías verificables sobre las finalidades pacíficas de sus iniciativas.
Por desgracia, estas y otras propuestas fracasaron. Peor aún, desde su elección en junio del 2005, el presidente Mahmoud Ahmadinejad, con el apoyo del "líder supremo", ayatolá Alí Khamenei, adoptó una actitud aún más desafiante en la materia, que condujo a que, en febrero de este año, la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) decidiera remitir el caso al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Con solo un voto en contra y el apoyo de las cinco potencias con poder de veto (China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Rusia), este cuerpo adoptó, en julio, una resolución que puso como límite el 31 de agosto para la suspensión completa del enriquecimiento de uranio en las plantas iraníes; si no, se abre la posibilidad de sanciones progresivas. El plazo se venció sin el cumplimiento de Irán y, ahora, la gran pregunta para la diplomacia internacional es cómo encarar este nuevo y aún más grave desafío.
Durante los últimos días se han realizado intensos esfuerzos para buscar una salida que permita reiniciar negociaciones realmente serias y evitar la necesidad de aplicar sanciones. Por una parte, Rusia y China no desean poner en riesgo sus relaciones privilegiadas y negocios con Irán; a los europeos les preocupa la reacción del régimen de Ahmadinejad, que podrían afectar incluso los suministros petroleros, y Estados Unidos, aunque ha tenido una retórica más firme, no se puede dar el lujo de desarrollar una política que no esté coordinada con sus aliados. De aquí la cautela de todos.
Hasta ahora, sin embargo, los iraníes han usado con gran habilidad la falta de suficiente cohesión entre las potencias, los temores a su respuesta y la ambigüedad en sus posiciones frente a las exigencias de las Naciones Unidas. Parte de esta estrategia ha sido la actitud evasiva sobre un encuentro entre su principal negociador nuclear, Alí Larijani, y Javier Solana, representante de política exterior de la UE. La reunión, que iba a producirse el jueves, en Viena, debió ser suspendida a última hora por falta de respuesta iraní, y fue trasladada para los próximos días.
Es conveniente, como han propuesto los europeos, que se agote la vía diplomática de un posible arreglo antes de imponer sanciones. Y es adecuada también la firmeza con que han planteado esta opción. El jueves, tras una reunión de los ministros de Relaciones Exteriores de la UE, Miguel Ángel Moratinos, representante español, dejó en claro tanto la “unidad, firmeza y diálogo” del grupo, como la determinación de que el tiempo para alcanzar una solución antes de regresar al Consejo de Seguridad no sea “ilimitado”. Javier Solana, jefe de la diplomacia de la UE, ha sido enfático, además, en que, para iniciar negociaciones, hay “condiciones previas que cumplir” por parte de Irán.
Ojalá estos esfuerzos rindan frutos y se evite la escalada que implicarían las sanciones. Sin embargo, si el régimen iraní persiste en su actitud ambigua, manipuladora o de abierto rechazo, será necesario actuar y que el Consejo de Seguridad imponga castigos, de forma coordinada y razonable, pero también clara y firme. El costo inmediato podrá ser un gran período de tensión y posibles represalias de Teherán, pero el costo de quedarse inactivos y permitir la impunidad frente a la terrible amenaza nuclear, sería aún mayor.
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