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Hay ocasiones en que, dada la trascendencia y la naturaleza de una decisión política, la mayoría de los ciudadanos tienen una posición clara. Si el político concuerda con el clamor popular, no hay problema. Pero si "lo popular" no coincide con lo que el gobernante considera como “lo correcto”, este se enfrenta a uno de los más complicados dilemas de su gestión: querer guiar cuando la ciudadanía quiere ser representada. La manera de afrontar esta disyuntiva es la que diferencia a un “político” de un “estadista”. Para el estadista la política se transforma, en estos casos, en el “arte de convencer”. Ese fue, precisamente, el arte que perfeccionó don José Figueres Ferrer: “don Pepe”.
Este mes celebramos 100 años de su nacimiento, y vale la pena recordar su legado. Don Pepe reunió cuatro cualidades que, a mi juicio, lo convirtieron en el estadista más relevante de la segunda mitad del siglo pasado, y que incluso le acreditaron la designación como “el costarricense del siglo”; además de uno de los benemeritazgos más justificados de nuestra historia patria.
En primer lugar, tenía un espléndido bagaje intelectual y cultural, lo cual redundaba en una claridad mental pocas veces igualada en nuestra historia política. En segundo lugar, don Pepe era extraordinariamente pragmático, y, cuando consideraba que un proyecto era importante para el país, no existían ideologías, dogmas o modas que lo disuadieran de concretarlo.
Maestro para escuchar. En tercer lugar, nunca perdió el contacto con su pueblo. Fue un maestro para escuchar, pero sobre todo para saber interpretar a la ciudadanía y sus inquietudes, pareceres y anhelos. Esta cualidad le permitió conocer tan bien a los costarricenses que pocas veces le fue difícil convencerlos de aceptar sus proyectos. Finalmente, en cuarto lugar, el caudillo tenía una tremenda capacidad para hablarle a su pueblo en su mismo idioma, sin florituras. Esta es una virtud que cualquier político debería tener; pero que solo un estadista logra aplicar para generar consensos y propiciar el desarrollo.
Este hombre visionario, culto, pragmático y tremendamente valiente hizo historia en Costa Rica al atreverse a llevar a nuestro país por senderos que solo las grandes naciones se aventuran a transitar. El caso más claro sucedió al concluir la Guerra Civil de 1948. Don Pepe desfilaba triunfante por las calles de San José al frente del Ejército de Liberación Nacional. Recién acababa la Segunda Guerra Mundial, y ante el temor de un nuevo conflicto bélico entre los vencedores, los países en general amontonaban armamentos y hombres. Igualmente, Costa Rica tenía razones para temer una invasión por parte del régimen somocista de Nicaragua. La visión convencional de corto plazo sugería que el Ejército de Liberación Nacional permaneciese, se ampliase y se tornase en la columna vertebral de las nuevas fuerzas armadas de Costa Rica. Las condiciones estaban dadas para que se implantara una dictadura militar en el país, o al menos un régimen con alto contenido castrense.
¿Y qué ocurrió? Todos lo sabemos. Don Pepe decidió lo contrario: abolir para siempre el ejército, y convertir a Costa Rica en el primer país desmilitarizado del mundo. Según Figueres mismo, nunca un ejército ganador fue disuelto de manera tan rápida y retirado del servicio activo a la vida civil después de cumplir con su deber de forma tan exitosa. Todavía hoy en muchos países no se comprende esta decisión, y allí donde fue vista como un acierto, tardaron más de cincuenta años en imitarla.
La sabia decisión de don Pepe impidió la perpetuación de una casta militar, y su incidencia en el ámbito político. Con ello se evitó que los golpes de Estado se instituyeran como parte de la dinámica política del país, como tristemente ha sido el caso en casi toda Latinoamérica hasta hace poco. Gracias a don Pepe, ninguno de nosotros tuvo nunca que temer prestar servicio militar obligatorio, y solo conocimos las guerras por televisión. La ausencia de un ejército se ha tornado en pieza clave de nuestra identidad como país, y en razón central de orgullo para nuestra ciudadanía.
Enfrentar crisis. Otras decisiones “quijotescas” de don Pepe han demostrado ser, con el tiempo, determinantes para forjar la identidad de la Costa Rica de hoy. El impulso al desarrollo de la televisión a mediados de los años 50 –cuando todavía no existía siquiera una televisora nacional– y el programa juvenil de la Orquesta Sinfónica, justificado con su célebre frase “¿para qué tractores sin violines?”, son dos ejemplos claros. Igualmente, este benemérito de la patria delineó el desarrollo del Estado costarricense con decisiones como la nacionalización bancaria, la creación de los institutos Costarricense de Electricidad (ICE), Nacional de Vivienda y Urbanismo (INVU) y Mixto de Ayuda Social (IMAS). En su momento, quizás, varias personas calificaron sus ideas de superfluas, ilógicas o inútiles. No obstante don Pepe no permitió que la crítica ahogara su visión, y tuvo la sabiduría no solo de gobernar, sino también de “construir patria”.
La obra de don Pepe encuentra muchos significados con el paso del tiempo. Sin embargo, una enseñanza central para la Costa Rica de hoy consiste en entender que toda nación, sin importar su tamaño, riqueza o ubicación geográfica está expuesta a enfrentar crisis o momentos de decisión cruciales. Es especialmente en estas situaciones extremas cuando un gobernante se ve obligado a ejercer su liderazgo, y bien puede darse el caso de que sus decisiones no respondan al clamor de la opinión pública en el momento.
Así, ningún votante debe olvidar que, al escoger a sus gobernantes, también está confiándole el futuro del país a su buen juicio. Hay momentos en que la política puede convertirse en un acto de fe; estos son los menos, pero casi inevitablemente son los más importantes. En Costa Rica el siglo XXI nos recibe con un cúmulo de decisiones aplazadas, producto de un gran déficit de liderazgo acumulado en los últimos años. Por ello, hoy resulta oportuno recordar la herencia de don Pepe. Aprender a decidir, no temerle a progresar y, sustentándose en una combinación de erudición, realismo y lucidez, resistirse a renunciar a una visión: ese es su principal legado.
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