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Hay enfermedades que matan dos veces: muerte física y muerte social. Se llevan en la piel y son como la bandera misma de la reprobación. Inocultables. Suscitadoras de sordos rumores, de miradas oblicuas que juzgan, censuran y compadecen a un tiempo. No hay en ellas una molécula de amor o de solidaridad. Todo lo que rebulle es repulsión, morbo… y la infaltable indagación farfullada sotto voce en torno a la sexualidad del enfermo. "Parece que ese mae tiene el sida…". “Dicen por ahí que está infectado…”. “Se lo debe haber pasado fulanito…”. “Me contaron que ya está en las últimas…”. “¡Quién lo tiene en esas…!”. No es el ser humano el que habla en estos casos: es la atroz máquina de sanción moral en que nos hemos convertido… ¡Qué delicia, dictar sentencias, emitir veredictos, absolver, condenar!
Toda enfermedad tiene algo de humillante: el cuerpo vencido, burlado por un invasor... Pero no todas conllevan ese surplus de dolor que lo constituye el juicio ético de los demás. Ahí, verdaderamente, “el infierno son los otros”. El sida es una enfermedad “merecida”, una de esas dolencias percibidas como castigo: la diestra de Dios grabando a furiosos trazos de gubia la condena sobre la piel del prisionero –el miserable de La Colonia penitenciaria , de Kafka–.
La expresión popular “¡qué estaré pagando!” lo dice todo: el dolor es un saldo de cuentas, tributo a un acreedor rabioso y punitivo. El sarcoma Kaposi –las manchas purpúreas sobre la piel de los enfermos del sida– son el equivalente del tintinear de campanillas que otrora señalara la proximidad de los leprosos, o la llamada de olifante que alertaba a la gente al paso del convoy de la peste negra, en ruta hacia la fosa común.
Un estigma. El sida no es un síndrome: es un estigma, una marca de exclusión, el dedo índice de un inquisidor colectivo que nos advierte, desde el fondo oscuro de nuestros temores atávicos, que todo dolor es castigo y todo tormento, penitencia. Ensogada a la culpa y al terror va la humanidad de cuatro pies, lamiéndose en silencio las heridas. ¿Quién es el señorinquisidor? No lo sé, pero tengo por cierto que no es el Dios al que alguna vez preguntaran si la ceguera de un hombre era expiación de sus pecados o de los de sus padres, y que respondiera negando ambas: el dolor no es castigo, y el castigo no se hereda, ni de los padres ni de nadie (Juan 9, 1-3).
El verdadero virus es espiritual, habita las conciencias, infecta el cuerpo social mucho antes que el físico. Solo puedo pensar en tres enfermedades que, a través de la historia, hayan suscitado tal nivel de exclusión social: la lepra (signo distintivo de la marginalización); la tuberculosis (asociada a la miseria y la inmundicia, a pesar de Chopin y La Traviata ); la sífilis (sinónimo de prostitución y promiscuidad, a pesar de Gauguin y Nietzsche). Las tres tienen al tiempo por aliado. No son fulminantes, sino pacientes e insidiosas. Convengo: otro tanto podría decirse del cáncer de próstata, pero resulta evidente que la próstata no despierta esa sulfurosa fascinación que sí inspiran nuestros genitales y, por consiguiente, no nos mueve al juicio moral.
La sangre: elemento conductor del sida. ¡Dimensionemos por un momento lo que esto significa en la compleja urdimbre del imaginario occidental! El símbolo antonomásico de vida y dación, el agente redentor por excelencia, se convierte en veneno, en regalo letal. Los fluidos corporales que, en el contexto del amor, representan comunión e intimidad, se transforman en atroz solidaridad tanásica y en muerte compartida. El enfermo de sida es percibido como un anti-Midas, un perverso alquimista que retransforma el oro –el amor– en innoble metal –la enfermedad–. Su caricia, como la de Edward Scissorhands, hiere y da la muerte. Tijeras en lugar de manos, ponzoña a guisa de semen, un revólver cargado haciendo las veces de pene, vagina que se transforma en cepo mortal.
En vano intentaremos disociar el sida de la sexualidad percibida como “transgresiva”. En vano intentaremos deslindar el concepto de infección viral del concepto de infección “moral”. Los prejuicios –aquello que va antes del juicio– no se fumigan así no más. Y tal es nuestra falta de imaginación, que a la hora de calumniar a alguien lo único que se nos ocurre –después de hurgar durante horas en nuestro arsenal de vituperios– es declararlo “marica”, “tortillera” o –¡qué imbecilidad!– seropositivo.
Moral miope. El sida aliena a sus víctimas. En primer lugar, las hace ajenas a la sociedad; en segundo lugar, las hace ajenas a sí mismas. Doble destierro, doble enajenación. Un extraño en el cuerpo social, un extraño en el cuerpo físico. El término ‘alienación’ debe tomarse aquí en su acepción jurídica, como desposesión de un bien o un derecho natural, en este caso, la dignidad. La persona seropositiva es compadecida en tanto que víctima, culpabilizada en tanto que verdugo potencial. Aun la lexia asociada a la enfermedad pareciera tomada de la jurisprudencia: “condena- do a muerte”, “examen”, “positivo”, “proceso”, “dictamen”…
Si bien el sida ha perdido algo de su apocalíptica resonancia al pasar de dolencia mortal a dolencia crónica, no faltan quienes todavía interpretan mal el segundo adjetivo: para ellos la seropositividad será siempre la “crónica de una muerte anunciada”. A la inmuno-supresión física corresponde una pérdida de inmunidad social: el enfermo es señalado, rechazado, confinado a un espacio de exclusión. Su vulnerabilidad no es solo fisiológica, es también relacional, convivencial. ¿Que ha habido cambios sustanciales en años recientes? Quizás en la práctica social, pero no en el inconsciente colectivo, en el miedo inconfeso, en la palabra –ahí donde anidan esos prejuicios que habitan el lenguaje y trabajan sin cesar el espíritu–.
No hablo aquí de lo que el sida es, sino del contorno que asume en la percepción de algunas –demasiadas todavía– personas. El hacer del sida una manifestación de la rabia divina acarreada por la “transgresión” es más que un acto de ignorancia: es crueldad, estupidez, hipocresía… en suma, los “atributos” de ese ciudadano correcto y recoleto que duerme el sueño de los benditos al arrullo de su “buena mala conciencia” (Sartre). Una cosa es la verdadera moral y otra esa moralina burguesa y farisea que se reduce, en esencia, a una miope normativa de la conducta sexual.
Sócrates se pasó la vida tratando de demostrar cómo la maldad era siempre el subproducto, directo o indirecto, de la ignorancia. Yo invertiría ese razonamiento: la maldad preserva la ignorancia, se enamora de ella y la usufructúa. Queremos seguir desinformados –y, si no lo estamos, pretendemos estarlo– porque eso sirve a nuestros intereses, porque la “ignorancia” es el pretexto ideal para ejercer la crueldad. Los hay que obran el mal por ceguera, pero más son los que se fingen ciegos a fin de poder saborear la injusticia a sus anchas. Ellos son los verdaderos enfermos, esos para los cuales no hay vacunas ni retrovirales que valgan. Solo el amor podría devolverles la salud. El problema es que ni siquiera sospechan hasta qué punto están enfermos.
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