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El espectro del terrorismo ha vuelto a ensombrecer a la sociedad española, después que la organización terrorista vasca ETA anunciara, el pasado martes, su decisión de regresar a las armas y, por ende, a su característica violencia criminal, tras una endeble tregua de 14 meses. Atrás quedan los infructuosos esfuerzos emprendidos por el Gobierno para desarrollar negociaciones serias con la organización; atrás, también, las esperanzas de que el ejemplo de Irlanda del Norte pudiera abrir horizontes para un arreglo. Y por delante surge la incertidumbre, frente a la cual todos los sectores democráticos del país deben cerrar filas, para responder al desafío con unidad, no pirotecnias políticas entre el oficialismo y la oposición.
La tregua, de hecho, había sido rota el 30 de diciembre del pasado año, con una bomba que explotó en un estacionamiento del aeropuerto de Barajas, en Madrid, con saldo de dos ecuatorianos muertos. El Gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero dio entonces por terminado un incipiente proceso de diálogo iniciado meses antes. ETA dijo que mantenía la tregua; sin embargo, se trató de un simple anuncio táctico, destinado, aparentemente, a continuar con su proceso de reorganización y rearme, y recuperarse de lo severos golpes sufridos a finales del 2004, con la captura de sus dirigentes más connotados. Ahora, con su decisión pública de terminar oficialmente la maltrecha tregua, ha vuelto a declarar de nuevo la guerra a toda España, incluido el País Vasco, cuyos ciudadanos, por abrumadora mayoría, quieren la paz.
Durante el fatídico historial de casi 40 años de la organización, que surgió para enfrentarse a las políticas nacionalistas de la dictadura de Francisco Franco, pero pronto evolucionó hacia un terrorismo sanguinario, a pesar de la democracia, han sido asesinadas 819 personas, la mayoría civiles, o políticos municipales vascos que han rechazado el chantaje terrorista. Todo esto ha aislado a ETA de la sociedad española. Sin embargo, y a pesar de los reveses sufridos por la banda, su derrota completa ha sido imposible.
Desde su llegada al poder, tras las elecciones de marzo de 2004, Rodríguez Zapatero se propuso buscar vías políticas para lidiar con el desafío terrorista. Sin embargo, la falta de resultados, y lo que parecen ahora serios errores de apreciación sobre las posibilidades de diálogo, han producido un evidente debilitamiento de su Gobierno y un fortalecimiento de la oposición centro-derechista del Partido Popular (PP) y de su líder, Mariano Rajoy, cuya postura siempre ha sido de rechazo a cualquier acercamiento al grupo terrorista. Ahora el PP puede sentirse reivindicado y exhibir como un gran fracaso gubernamental el derrumbe del acercamiento a ETA. A esto se añaden los resultados de las elecciones locales del domingo 27 de mayo, en las cuales el PP alcanzó el 35,6% de los votos, frente al 34,9% del Partido Socialista (PSOE). Aunque la diferencia fue mínima, muestra un significativo avance de la centro-derecha, la cual, especialmente, obtuvo un rotundo triunfo en la alcaldía de Madrid.
Toda esta evolución política es consustancial a la democracia, y resulta totalmente legítimo que los opositores cobren al Gobierno sus fracasos políticos, sobre todo en un tema tan sensible como el del terrorismo separatista vasco. Lo que sería muy negativo, sin embargo, es que, frente al desafío planteado por el fin oficial de la tregua, no hubiera, al menos, un acuerdo básico de política antiterrorista entre los dos grandes partidos españoles, para concertar una respuesta nacional frente a ETA. Es decir, sin dejar de confrontarse en otros temas, el PP y el PSOE deben construir una alianza que garantice la formulación y continuidad de una estrategia de Estado frente al desafío de la violencia. De lo contrario, ganará el terrorismo y perderá España.
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