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He seguido el interesante debate sobre evolucionismo y creacionismo desarrollado en estas páginas y, si decido participar, es porque creo que guarda relación con mi preocupación principal: el cambio ético del siglo XXI; sobre lo que conversamos con anterioridad ( La Nación , 08/5/08).
Dicho francamente, pienso que el mencionado debate sobre el evolucionismo tiene como trasfondo la cuestión de la existencia o no de un ser trascendente y su centralidad para sustentar la ética de nuestro tiempo. Es decir, no se trata tanto de si el ensayo de Darwin sobre el origen de las especies es un hito memorable de la biología y la ciencia en general. Eso es irrefutable y el intento del abogado Zamora de rebajar su importancia está condenado al fracaso: las necesidades de ajustar la teoría y la existencia de críticos al respecto no es sino una prueba más de lo saludable que se mantiene dicha teoría.
Peligrosa idea. La motivación del asunto está en otra parte. Cuando el abogado Hess recordaba el 1 de julio de 1858 como la fecha del encuentro en Londres en que se presentaron los ensayos sobre evolucionismo, lo hacia subrayando "la peligrosa idea de Darwin". Peligrosa ¿por qué y para quien? Hess nos lo dice de inmediato: “Porque suponían un desafío directo al dogma religioso imperante en la época” (La Nación, Página Quince, 1/7/08) . Ese fue el ají picante que provocó la respuesta de varios creyentes que, como Zamora, piensan que la naturaleza refleja un diseño original, “el cual susurra la misteriosa e inescrutable intervención de un Ser creador” (La Nación, Foro, 8/7/08).
En realidad, se trataría solo de una edición más del viejo debate sobre la existencia de Dios, usando como campo de combate el de la evolución biológica, si no fuera porque refleja cómo suenan los ecos en Costa Rica de la oleada de literatura ateísta que recorre el Occidente desarrollado. Encabezada desde el mundo anglosajón por los “cuatro jinetes del ateísmo contemporáneo”, Richard Dawkins, Daniel Dennett, Christopher Hitchens y Sam Harris, esta literatura presenta un doble plano argumentativo: por un lado, el rechazo radical del creacionismo y su versión sofisticada (el diseño inteligente), y, por el otro, la afirmación de que la ética basada en la religión es negativa y presenta signos de superación histórica.
Soy de los muchos que opinan que, para discutir sobre el segundo plano, no es necesario pasar por el primero; entre otras razones, porque este supone un debate inagotable: explicar el origen de las especies mediante la evolución es perfectamente plausible, pero no resuelve el problema del origen-del-comienzo-del-inicio… del universo. Como sucede hace siglos, la hipótesis ateísta no es más ni menos sólida que su opuesta.
Agnosticismo. Por ello, una vez que las propias religiones han abandonado el uso de la revelación, la única posición cognitiva rigurosa al respecto es aceptar que todavía no podemos saber; que no tenemos una respuesta concluyente. Es decir, el agnosticismo. Yo sé que esta posición hace coincidir de inmediato las críticas de creyentes y ateos, pero para un socialdemócrata veterano eso de quedar entre los extremos ya le resulta familiar.
Así pues, creo que ya estamos en posición de independizar la construcción de la ética contemporánea de ese debate sobre la trascendencia (sea o no desde el campo de la biología). Alguien podría objetarme que hace tiempo que estamos en esas y tendría toda la razón: no es otro el sentido que tiene la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa.
Es cierto, pero, como se encargó de subrayar buena parte de la filosofía alemana del XIX, este hecho todavía no fue captado en todo su significado. Nietzsche lo dijo radicalmente: “Dios ha muerto (como fuente central de sentido y moralidad), pero, conociendo a los humanos, todavía tardarán en darse cuenta”.
Por eso fue necesario un segundo intento más universal, que hoy cumple sesenta años: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se trata del referente más sólido que tiene el siglo XXI para la consolidación definitiva de una moral laica, que no necesita filtrar el origen de las normas morales: pueden proceder de la creencia en un Ser supremo o de un humanismo enteramente ateo. La cuestión es aceptar y promover un conjunto de valores básicos, consignados en la Declaración Universal, que no nos deje caer en la tentación de la desesperanza. Para ello no creo que sea necesario esperar a resolver por completo los misterios de la evolución del universo.
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