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La guerra contra el terrorismo y el pánico generado a partir de los atentados del 11 de setiembre le han servido a la administración Bush como la cubierta perfecta para velar secretos.
Más allá de lo que es posible especular con los datos que la prensa publica, existe toda una aureola de secretismo alrededor del gobierno del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, quien parece dispuesto a utilizar cualquier medio, inclusive la guerra, como medida de disuasión para desviar la atención pública de escándalos como el de la empresa de distribución eléctrica Enron.
Que las críticas contra la actual administración afloren de las filas demócratas no parece algo extraño y, en todo caso, es un hecho común en la vida política bipartidista de EE.UU.; sin embargo, que los dardos provengan de las filas republicanas llama poderosamente la atención.
En los últimos meses, el congresista Dan Burton, digno representante del ala más conservadora del Partido Republicano, planteó quejas por lo que él considera un excesivo «secretismo» por parte de la Casa Blanca.
La obsesión del presidente y sus allegados por mantener en secreto todo lo posible, hace que el caso Watergate, que provocó la caída del presidente Nixon, parezca un hecho aislado.
UN VELO EN LOS OJOS
Las acciones del gobierno a favor de ocultar datos sensibles se remontan a las primeras semanas de estancia de Bush en la oficina oval. Según una ley surgida al calor del trauma nacional que supuso la renuncia de Nixon, la administración estaba obligada a publicar desde enero del año anterior todos los documentos de la presidencia de Ronald Reagan que no comprometieran asuntos de seguridad nacional.
No obstante, Bush invocó un privilegio ejecutivo que le permite dar largas a la publicación de archivos que podrían comprometer la imagen de altos funcionarios de su gabinete, quienes también ocuparon posiciones importantes durante la era Reagan.
El vicepresidente Dick Cheney; el secretario de defensa, Donald Rumsfeld; y el padre de Bush, se han tomado el tiempo necesario para revisar los memorandos que dictaron hace más de doce años con el fin de evitar posibles cuestionamientos.
Asimismo, una serie de decretos y privilegios ejecutivos se encaminan a hacer más complicada la salida a la luz de los archivos presidenciales. Con esto, el mandatario pretende dilatar también la divulgación de los documentos concernientes al gobierno de su padre, los cuales deberían salir a la luz pública en enero de 2005.
UNA PIEDRA EN EL ZAPATO
Algo más grave ha ocurrido con lo relacionado con la quiebra de la corporación de distribución eléctrica Enron. Los tentáculos de esta compañía se hunden profundamente en un gobierno que dictó las políticas energéticas para Estados Unidos gracias a la asesoría de altos ejecutivos de Enron.
El hecho de que sólo se hayan encausado a los de rango medio y bajo de la empresa, es un indicio de que la administración Bush está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de evitar posibles conexiones de importantes funcionarios del gobierno, como el vicepresidente Dick Cheney, en los turbios negocios de esta macro empresa ahora en la ruina.
A pesar de las investigaciones en curso, no es fácil dar con la verdad en el caso de Enron, ya que Bush tiene la obsesión de utilizar cualquier pretexto para cubrir a sus allegados bajo el secreto, para lo cual utiliza como pretexto la seguridad nacional.
LA COARTADA PERFECTA
Cuando los seguidores de Osama Bin Laden lanzaron el ataque con aviones contra las Torres Gemelas y el Pentágono, seguramente no imaginaron que le brindaban al presidente Bush el ardid perfecto para justificar su manera de encubrir todo bajo la sombra del secreto oficial.
La masacre en Nueva York y Washington y el pánico generado a partir del 11 de setiembre, han sido utilizados por la Casa Blanca para iniciar un proceso de reforma legal que pretende cerrar las puertas al público y a la prensa de todos los documentos del gobierno.
La «guerra contra el terrorismo» se ha convertido en sinónimo de confabulación y negación de la libertad de prensa. La seguridad nacional es el alegato perfecto para que las estructuras del poder encubran aquello que podría perjudicar al presidente y otros altos funcionarios del ejecutivo.
No se puede asegurar con certeza, pero cada vez que las cosas se complican en el ámbito doméstico para la Casa Blanca, los tambores de guerra resuenan con más fuerza en los diferentes escenarios en los que la maquinaria militar estadounidense lleva a cabo su cruzada contra el terrorismo internacional.
En estos momentos, en los que la prensa ha aparcado por un rato el nacionalismo surgido del colapso del martes negro de setiembre y que empezó a develar las implicaciones de funcionarios del gobierno con el desplome financiero de Enron, recrudecieron los bombardeos sobre una zona de Afganistán en donde, supuestamente, se esconden los últimos focos de resistencia del régimen talibán y de la red Al Qaeda.
Al margen de la posible necesidad que puedan tener los estrategas geopolíticos de EE.UU. para dar nuevos bríos a una guerra ya acabada (por lo menos en lo que respecta a Afganistán, luego de la derrota contundente del gobierno talibán), salta a la vista la conveniencia que tiene para los intereses del presidente que la atención pública se desvíe de los asuntos domésticos o «rutinarios».
No obstante, como reza un conocido refrán, «entre cielo y tierra no hay nada oculto», las pesquisas iniciadas por Dan Burton y otros que desean llegar al fondo de la obsesión de Bush con el secreto, seguramente develarán si las sospechas sobre la Casa Blanca son justificables.
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