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La Cumbre de Monterrey -México- dejó en evidencia el abismo que separa el mundo, en cuanto a sus concepciones de desarrollo.
La reunión de Monterrey en México aspiraba a ser la gran cumbre para discutir el financiamiento para el desarrollo. Más de 180 países, prácticamente todas las naciones de la Tierra, se dieron cita para aprobar medidas orientadas a reducir drásticamente la pobreza en los próximo años. Se trataba de ofrecer alternativas para que los 1.200 millones de pobres (20 % de la humanidad) se redujeran a la mitad antes del 2015.
Pero la reunión sirvió más bien para mostrar que las concepciones de cómo enfrentar el problema son muy diferentes e incluso contradictorias. Y terminó con el escándalo provocado por el decisión del gobierno mexicano de impedir que el presidente cubano, Fidel Castro, pudiese participar en las actividades, pese a que era promovida por las Naciones Unidas. Castro tuvo que pronunciar su discurso y volver a La Habana.
AYUDA
El debate se centró, por un lado, en la ayuda para el desarrollo. Se pretendía que los países ricos aumentaran a 0,7 % de su Producto Interno Bruto (PIB) su aporte por este concepto. Se trata, en realidad, de donaciones para programas, englobados en el concepto genérico de «desarrollo», lo que incluye hasta cierto tipo de ayuda militar. Pero no todos estaban de acuerdo en fijar en un porcentaje del PIB esa ayuda.
Fue el presidente de los Estados Unidos, George Bush, quien dio la pauta en esta materia. «Debemos centrarnos en lograr beneficios reales para los pobres en lugar de debatir niveles arbitrarios de aportaciones de los ricos», fue su tesis. EE.UU. destina 0,2 % de su PIB a la cooperación para el desarrollo y Bush anunció un aumento de $10.000 a $15.000 millones para 2007, en el monto de esa asistencia.
El mandatario sugirió en Monterrey lo que llamó un «nuevo pacto», en el que los países receptores de esas donaciones deben adherir a las políticas de libre comercio, democracia y lucha contra la corrupción, una versión actualizada del «Consenso de Washington» que, a partir de los años 70, viene imponiendo al mundo el actual modelo de desarrollo neoliberal.
ALTERNATIVAS
Pero la reunión de Monterrey se celebró en un momento poco adecuado para la profundización de esas medidas. Más bien sirvió de tribuna para que las voces que advierten sobre las consecuencias del modelo de Washington en la profundización de la pobreza, pudieran expresarse.
No se trata de una discusión sobre la cooperación, sino sobre los modelos de desarrollo vigentes. Fue el presidente cubano, Fidel Castro, quien puso sobre la mesa más claramente el dilema, resumido en la afirmación de que «el actual orden económico mundial constituye un sistema de saqueo y explotación como no ha existido jamás en la historia», seguido por la afirmación de que «este orden económico ha conducido al subdesarrollo al 75 % de la población mundial».
No se trata, por lo tanto, de discutir apenas una cooperación para el desarrollo que nunca alcanzará a cerrar la brecha creada por un modelo que concentra la riqueza y profundiza la pobreza.
«Rusos, africanos, vietnamitas, brasileños, mexicanos, argentinos se dan cuenta de que el capitalismo neoliberal jamás les permitirá desarrollarse; al contrario, profundizará, como los ha hecho, su dependencia y subdesarrollo». Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, lo puso en cifras: del sur han salido hacia los países acreedores $800 mil millones en intereses por concepto de deuda externa en los últimos años y una cantidad igual por concepto de capital», dijo el comentarista mexicano Abraham Nuncio, en el diario La Jornada, al comentar el resultado en el artículo «El disenso de Monterrey».
Julio Botvinik, otro comentarista del periódico, recordó la importancia del viejo modelo de desarrollo que en los 70 defendían los países latinoamericanos, una alternativa muy distinta a la del Consenso de Washington. Entonces se ponían reglas a la inversión extranjera, se trataba de desarrollar las empresas nacionales, con tecnología propia, «último eslabón de un proyecto de nación» que sugiere retomar. «En América Latina aspirábamos al desarrollo industrial propio basada en empresas nacionales. La inversión extranjera la conocíamos muy bien en las plantaciones bananeras y sabíamos que eso no era el desarrollo. Para eso requeríamos nuestra propia capacidad industrial», destacó. Hacía mucho tiempo no se volvían a oír esas propuestas.
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