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Los griegos y los bárbaros

La necesidad de volver la mirada al pasado, para recuperar la memoria eterna y el arte como manifestación suprema de la vida, son los temas tratados aquí por el gran escritor alemán.

La necesidad de volver la mirada al pasado, para recuperar la memoria eterna y el arte como manifestación suprema de la vida, son los temas tratados aquí por el gran escritor alemán.
Sergio Ramírez Mercado.
No hay nada absurdo en pensar que nuestra memoria del pasado es menor que entre los griegos y que el sentido histórico se encuentra entre nosotros casi tan adormecido como en la más elevada akme de ellos. Un poco más atrás del presente empezaría la oscuridad; en ella transitan, cual sombras inseguras, grandes figuras del pasado, expandiéndose hasta magnitudes colosales, influyendo en nosotros, pero haciéndolo como héroes, no como una común realidad cotidiana. La tradición en su totalidad no sería sino la tradición casi inconsciente de los caracteres heredados. Los hombres de la actualidad proporcionarían, con sus acciones, una prueba viviente de lo que con ellos se transmite: la historia se presentaría de carne y hueso y no como un desleído documento ni como una memoria de papel.

Las costumbres de los padres y las de los abuelos forman parte del pasado para los hijos, pero lo que está todavía más alejado de ello no tiene prácticamente ninguna influencia, ni como arquitectura, ni como templo, ni como superstición, para el presente. Algo parecido ocurre, aún hoy, al campesino, lo mismo que a casi todo gran pueblo del pasado. El principal beneficio para ambos ha sido siempre, hasta ahora, que la generación actual no hace comparaciones, ni se valora de manera tan meticulosa, por lo que puede permanecer en la ignorancia del juicio que ella misma merezca. Su confianza en sus fuerzas será mayor, porque éstas sólo serán puestas a prueba por la necesidad real, no por una necesidad imaginada o adquirida por educación. En la mayor parte de los casos, fuerza y necesidad se corresponden. Una generación así estará siempre más a salvo del hastío que un pueblo con una mayor preocupación por la historia y con más educación que las que su fuerza productiva estaría en condiciones de soportar. No conducido con tanta frecuencia al error en su búsqueda de objetivos inalcanzables, ni asqueado de lo ya alcanzado, el hombre encuentra una paz que representa justamente lo opuesto al mundo moderno, cabalmente histórico, y a su prisa. ¿No tendría que pagarse un precio por vivir en las preciosas galerías pictóricas de todos los tiempos y poder volver siempre la mirada al observador, preguntándole qué es lo que, en realidad, busca en esos lugares? Es así como al más audaz se le escapará alguna vez la maldición: «¡Fuera de aquí todo lo que sea parte del pasado! ¡Fuego a los archivos, fuego a las bibliotecas y a los museos! Dejad que el presente produzca, él mismo, lo que necesite, porque justamente el valor de esta época reside en lo que pueda hacer por sí misma. No la atormentéis con la momificación de lo que en algún momento lejano fue válido y necesario. Alejad el esqueleto mortuorio, a fin de que los vivos puedan gozar su tiempo y sus actos.» Si la felicidad, si la liberación del tedio, si el bienestar pudieran ser nuestro lema, nos estaría permitido elogiar al animal que vive siempre en la estrecha línea del presente, que se alimenta y digiere y vuelve a alimentarse, que reposa y salta, sin tedio y sin hastío.
«Sentir históricamente» significa saber que se ha nacido para el dolor y que todo nuestro trabajo no logrará, en el mejor de los casos, otra cosa que el olvido del dolor. Siempre fue el pasado en el que vivieron los semidioses; siempre es la generación presente la degenerada: ignora, las más de las veces, cuál será su premio, porque el pasado nos rodea como un muro ennegrecido y sombrío. Sólo la posteridad podrá, en alguna ocasión, determinar en qué sentido también nosotros fuimos semidioses. No es que con ello todo venga perpetuamente a menos y que todo lo grande se repita siempre en proporciones más pequeñas. Pero toda época es siempre una época en proceso de extinción, al tiempo que suspira viendo caer las hojas en otoño. Basta con examinar la vida individual del ser humano. Lo que el joven pierde al dejar la infancia es tan irremplazable, que después de esta pérdida tendría que desear el sacrificio de su propia vida como algo carente de sentido. Y, sin embargo, como adulto, pierde otra vez algo inestimable, para acabar perdiendo todavía, como anciano, también su último bien. De este modo, conoce la vida y está dispuesto a perderla. Cuánto esfuerzo inútil representaría querer luchar, como jóvenes, por aquello que en la infancia constituía nuestra felicidad y nuestra fuerza. La pérdida debe padecerse y la memoria acumula un número cada vez mayor de pérdidas, para que, al final, cuando sepamos que hemos perdido todo, la muerte nos consuele y nos despoje de este último bien, de nuestro conocimiento.

EL ÚLTIMO FILÓSOFO

Podría tratarse de generaciones enteras. Él tiene como única tarea ayudar a vivir. Por supuesto, lo de «el último» es relativo… Para nuestro mundo. Demuestra la necesidad de la ilusión, la necesidad del arte y la de un arte que domine la vida. Nos es imposible generar una serie de filósofos como la que produjo Grecia en la época de la tragedia. Su función es llevada a cabo exclusivamente por el arte. Sólo como arte es posible un sistema así. Desde el punto de vista actual, todo ese periodo de la filosofía griega cae en el ámbito de su arte.
Al presente, el sometimiento de la ciencia tiene lugar solamente en virtud del arte. Se trata de juicios de valor acerca del conocimiento y de la acumulación de conocimiento.
Colosal la tarea del arte e ingente también la dignidad del arte en esta tarea. Debe crear todo de nuevo y dar por sí sólo a luz a la nueva vida. Los griegos nos demuestran lo que es capaz de lograr. Si no contáramos con su ejemplo, nuestra fe sería quimérica.
La cuestión de si aquí, en el vacío, puede construirse una religión depende de la fuerza de ésta. Nosotros tenemos la mirada puesta en la cultura. Lo «alemán» como fuerza liberadora.
En todo caso, la religión que sea capaz de hacerlo debía tener una tremenda fuerza amorosa. Es precisamente frente a ésta que el conocimiento fracasa, como fracasa también ante el lenguaje del arte. Pero,¿no podría el arte mismo, tal vez, crear una religión, dar origen al mito? Como entre los griegos.

*Traducción de Luis Felipe Segura

  • Manuel Bermúdez 
  • Forja
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