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Un hombre de la tribu Masai, con una túnica roja para ahuyentar a las fieras, se sienta en medio de la sabana con sus ovejas y cabras; su presencia anuncia la cercanía con una tierra de nómadas en paz con el mundo. Es Kenia, Africa.
Según las creencias de los Masai, matar un animal sin razón alguna es violar lo sagrado y llamar el castigo divino. (Foto Jorge Pomareda)
Un país de muchos rostros, con escenarios de desiertos, verdes colinas y sabanas, con dispares formas de vida, guardando los secretos del origen de la humanidad, y enriquecida con más de 40 grupos étnicos, entre ellos kikuyos, turcanos, samburus y masai.
Así es Kenia, nación cuya economía se basa en las exportaciones de café y té, además del turismo, y donde la población está a la expectativa ante las elecciones presidenciales de diciembre, fecha en la que podría cambiar el nombre de Daniel Toroitich arap Moi, en el poder desde 1978 (ver nota aparte).
La vida ha evolucionado en los últimos años para los africanos, árabes e hindúes que viven en la Kenia moderna, lo que se evidencia en los intentos por lograr una mayor democracia y más protección para su riqueza natural. Pero hay otros aspectos que se mantienen inalterables, como la forma de vida y las tradiciones de quienes pueblan el amplio territorio del Masai Mara, cuya frontera se encuentra a 250 kilómetros (Km.) de Nairobi.
Este es el relato de un recorrido hecho en una aldea Masai.
El parque nacional Al Masai Mara
mide aproximadamente 150.000 hectáreas que colindan con Tanzania, donde se convierte en Serengeti, otro parque de mayores dimensiones. Durante el recorrido se puede contemplar el Valle del Great Rift, un valle enorme que atraviesa el país y donde se han encontrado importantes restos arqueológicos.
Entre los pueblos de Mai Mahiu y Ntulele se pueden observar sembradíos de trigo, aunque los principales alimentos son el maíz, las papas y los frijoles. Peter Nawaru -nuestro guía y quien pertenece a la etnia de los kikuyos- calcula que quienes cultivan el campo ganan un promedio de $4 al día.
Luego el paisaje cambia a una sabana salpicada de hormigueros gigantes, donde pastan gacelas y avestruces, aves que corren hasta 60 Km. por hora. Encontramos gente que se acuesta a dormir la siesta en cualquier pedazo de pasto y se observan también algunos centros de salud rústicos. Así llegamos a Narok, capital del territorio Masai, donde los hombres parecen llevar una buena vida, visitando amigos y descansando; pero casi no se ven mujeres en la calle. Sin embargo, en las afueras del pueblo nos detenemos en una gasolinera operada por mujeres.
Continuamos luego al lado de un mar verde de pasto, surcado por acacias solitarias. Cuando los Masai escogen un lugar en esta inmensidad para construir una aldea nueva, los hombres construyen un cerco de arbustos y acacias secas en forma de círculo, mientras las mujeres levantan las casas adentro, que son de barro seco, chatas y alargadas, y así se camuflan.
Dentro meten al ganado en un corral y viven para cuidarlo. De las vacas toman su sangre y leche, que mezclan en unas jícaras, además de su carne; todos comen una vez por la mañana y otra por la tarde. En la época seca las mujeres llegan a caminar hasta dos días para conseguir agua, aunque en esta aldea el río estaba a una hora de camino; mientras, los hombres esperan, cuidando sus 500 vacas, 200 cabras y 300 ovejas. Las mujeres ordeñan, cocinan y dos veces al mes deben bañar al ganado para quitarle las garrapatas.
Los Masai son nómadas y pasan cerca de cinco años en un sólo lugar; no siembran y nunca han aprendido a hacerlo, por lo que compran las verduras en un mercado cercano. También tienen gallinas pero no las comen, sólo venden los huevos.
Los miembros de esta tribu tienen en promedio diez esposas, y a la que más respetan es a la mayor; Mary Sunkuli es una de ellas. Es esposa del jefe de esta aldea en la que viven dos familias y 70 personas en total. Ella tiene 8 hijos y también nietos; su esposo tiene 7 esposas más y anda de casa en casa. Mary nos enseñó la suya: estaba muy oscura cuando entré, pero después mis ojos se acostumbraron. En el centro hay un hueco donde hacen el fuego, las camas están alrededor sobre cúmulos de tierra, cubiertas con plástico y pieles. Allí dentro también tienen un espacio donde guardan a los terneros y a las cabras bebés. Las casas tenían ventanas que en realidad eran pequeños orificios.
Los guerreros, que tienen entre 17 y 20 años y lucen vistosos collares, cantaron y saltaron para darnos la bienvenida. A veces viven solos en el monte, donde cazan; en esa etapa sólo comen alimentos crudos, pero no pueden hacerlo frente a las mujeres. Uno de ellos mostraba orgulloso una melena de león en la cabeza, al que había matado.
Las mujeres, embarazadas unas y con sus bebés otras, también cantaron. Una hija de Mary vino a visitarla desde otra villa y fabricaba pulseras que después vendía.
Ellas se casan a los quince años, pero a los 14 años circuncidan a chicas y chicos, explicó Mary. Los padres deciden quién se casa con quién y es muy difícil obtener el divorcio. Cuando una chica se casa, a su padre le tocan 20 vacas.
Hay reglas muy claras dentro de la tribu Masai. La forma rústica de hacer el fuego, beber sangre y leche de una calabaza, así como mantener cierta inocencia ante el medio que los rodea, forman parte de su acervo cultural. Masongo Thuku, un joven Masai de 25 años, que trabajaba en el hotel Mara Simba y hablaba inglés, francés y japonés, expresó: «Ahora las cosas están cambiando, pero quién sabe si realmente mejoren. Debemos proteger nuestras tradiciones».
POBREZA CRECIENTE
El bosque sobrevive en la ciudad de Nairobi, la capital, donde abundan también los parques y espacios abiertos, no así las aceras; la gente camina de un lado a otro, pues vivir en Nairobi es caro, sobre todo el transporte.
En la capital hay mucho desempleo: con 3 millones de habitantes, casi un millón de ellos está desempleado y los empresarios árabes controlan casi todo el sector comercial. Es evidente la influencia que esta cultura ha tenido en el país, junto con la herencia asiática.
Kawangare es un típico barrio donde nada se desecha, todo se arregla, y la pobreza reina. Hay zapaterías, peluquerías, carnicerías sin refrigeración, hoteles, funerarias y bares; todas son construcciones sobre tierra y de 2 por 2 metros. Hace como 15 días que no hay agua potable y aquí se vende de todo, hasta piedras apiladas a una orilla de la calle, junto a las montañas de basura.
La gente suele hablar tres idiomas: inglés (que es el oficial y se aprende en la escuela), swahili y la lengua de su tribu natal.
Después de la colonización inglesa, en 1920 empezaron las luchas por la libertad hasta 1963, año de la independencia. Desde 1978, cuando murió Jomo Kenyatta, el poder está en manos de Daniel Toroitich arap Moi, cuya fotografía se encuentra en la mayoría de lugares públicos.
Bill Torpe es un inglés que trabaja en el Instituto Internacional de Investigaciones en Ganadería (ILRI) y Elda es su esposa mexicana. Llevan 16 años de vivir en Kenya y cuentan que ahora la gente está más abierta a criticar el sistema, a expresarse, lo mismo sucede en los medios de comunicación. La corrupción y el sida son problemas realmente graves. «Hay policías tan corruptos que alquilan sus armas a los ladrones para que roben los bancos», afirma. Además, el 30% de la población tiene el virus del VIH, y de 1.2 millones de mujeres que dan a luz cada año, un 20% tiene el virus.
Otros datos sobre la economía reflejan que la inversión extranjera se ha alejado para irse a Uganda y Tanzania, según un estudio de la Federación de Empleados de Kenya (FKE). En 1994 Kenia recibió $4 millones en inversión extranjera, Tanzania $50 millones y Uganda $88 millones.
En 1999 Kenya apenas recibió $42 millones, en comparación con Tanzania y Uganda que recibieron $183 millones y $222 millones, respectivamente.
Además, el turismo aún no se desarrolla debido al sistema de telecomunicaciones poco confiables, inseguridad creciente, altos impuestos y corrupción oficial, de acuerdo con el Informe anual 2002 de la Eastern African Association.
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