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Réquiem por un sueño

Réquiem por un sueño es quizá, réquiem por una ilusión, por una mentira. Si acaso, un puñado de esperanzas marchitas, donde al final cada vida se consume sola, desdeñada por un mundo que nunca supo descifrar.

Réquiem por un sueño es quizá, réquiem por una ilusión, por una mentira. Si acaso, un puñado de esperanzas marchitas, donde al final cada vida se consume sola, desdeñada por un mundo que nunca supo descifrar.
El segundo filme de Darren Aronofsky revela la audacia y la lucidez que ya le reconocieron en su ópera prima ¨π¨, el singular itinerario, en blanco y negro, de un genio de las matemáticas que se empeña en comprender los patrones ocultos del mercado de valores.
Con un estilo nuevo y sugerente, Darren y su creativo fotógrafo Mathiew Libathique, hacen del viejo Coney Island un personaje mudo; mediante un ingenioso diseño artístico amalgaman el año 78 de la novela original de Hubert Selby (autor, también, de Last Exit To Brooklin) con nuestros días; gracias a la notable edición que él llama hip hop (sampleo, remezcla y collage) y al uso de cámaras subjetivas, lentas y veloces, y de algunos emplazamientos extremos, expresa con las imágenes en movimiento (incluido un centenar de efectos digitales), la música enérgica (tecno-hip hop) y la atmósfera envolvente, las vidas entrelazadas y desgarradas de sus protagonistas; así, convierte en torrente audiovisual la desesperación creciente, y la rápida renuncia a los titubeantes valores que decían profesar. Los personajes son vistos con cierto cariño, bastante sarcasmo y pocas concesiones. Su felicidad no pasa de ser un espejismo; su inmadurez los condena.
Aronofsky combina hábilmente dos historias (a veces utiliza la pantalla dividida) y muestra cómo las adicciones -que como sabemos se manifiestan en forma de conducta compulsiva e indiscriminada- en general surgen de una misma debilidad, especialmente de la carencia de amor a sí mismo en individuos que se aferran con ingenuidad a estímulos exteriores, quienes usualmente, luego de patalear sin éxito, se precipitan al desastre.
Darren nos cuenta de una viuda (interpretada por la extraordinaria veterana Ellen Burstyn, muy premiada por esta obra), cautiva de la televisión, con la que engaña su soledad, la que también alivia con el consumo habitual de chocolates.
Su único hijo, un inútil bonachón, se consume aparte. La señora se obsesiona con un programa tipo reality show (tan falso, vacuo y manipulador como casi todos) que promueve una dieta mágica;  así, su insoportable vacío interior encuentra una dulce teta artificial de la que alimentarse, anclada ella a un pasado que la olvidó y al que finge regresar en su triste fantasía. Un médico corrupto le provee las drogas legales que la trastornan y la llevan a su perdición.
El joven desgarbado comparte su dolor y sus anhelos con una chica, también muy herida, y ambos se refugian en un afecto erótico que los preserva de un mundo exterior frustrante. Además, él inicia, con su mejor amigo, una fugaz y torpe carrera de narcotraficante; los tres son adictos a drogas ilegales.
Desolados por existencias que arrastran sin que puedan hallarles sentido, todos son víctimas de su inocencia culpable, dispuestos a creerse las mentiras colectivas y a pagar un precio que no imaginaron; como en «Soylent Green», el destino los alcanza y los devora (un destino que nunca asumieron como opción de libertad).
Sagaz recorrido por los avatares del alma, implacable crítica social, veraz recuento del infierno de las adicciones, brillante relato audiovisual; este magnífico estreno de la Sala Garbo es un reto atractivo para los que prefieren pensar -sin prejuicios- y se atreven a sentir sin temores.

  • Gabriel González Vega 
  • Cultura