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¿Por qué muchos hombres hostigan sexualmente a las mujeres? Porque pueden. Sin desconocer los avances, en la conciencia individual y en las legislaciones de varios países, culturalmente continúa siendo legitimado por muchas personas, como una conducta «característica» masculina.
Las maneras aprendidas de ser hombre y de ser mujer, que no por su plasticidad dejan de tener sus invariables, incluyen los modos en que cada sexo mira, valora y se relaciona con el otro. En este caso, la mirada masculina nos representa a las mujeres como territorio a conquistar y como eternas disponibles (de ahí que cuando un hombre ve juntas a muchas mujeres exclame: «¡Tan solitas!» o «¡Qué montón de mujeres!», mientras babea la excitación que le produce el poder que asume tener sobre otros cuerpos).
En la construcción de la masculinidad se juntan el sexo, con esa apariencia de estar siempre listos para el coito; el poder, como ausencia de límites en el deseo sexual; y la violencia, como ejercicio del «derecho» masculino sobre los cuerpos femeninos. Sexo, poder y violencia se conjugan para garantizar las condiciones simbólicas y materiales que posibilitan, entre otras formas de violencia sexual, el acoso, ritual mediante el cual un hombre demuestra su valía pues: «el placer que logra es que en la actividad de la caza puede verse a sí mismo como astuto, hábil, poderoso, lo que aumenta su propia valoración» (Bleichmar).
Al decir de Susana Velázquez, la violencia sexual contra las mujeres es ejercida como una estrategia de poder que controla a través del miedo e instituye un orden. Dicha estrategia forma parte del aprendizaje de una masculinidad que, matizada por particularidades étnicas, de clase etc. tiene sus constantes. Esto explica por qué el acoso sexual no es algo que solo hacen los hombres toscos y anónimos, lo puede hacer un hombre con prestigio. Eso sí, cualquier hombre que acose sexualmente: «convoca a la pasividad, a no ver, no oír, no hablar; pide complicidad y olvido» (Velázquez).
Complicidad y olvido es lo que dan con prontitud quienes, aún aceptando, en teoría, la existencia del hostigamiento sexual, reaccionan dudando de la denunciante, distorsionando su relato y partiendo de la inocencia del acosador.
Eso es lo que ha ocurrido ante la denuncia de Ivannia contra el ex director de este Semanario ¿Cómo puede alguien no ver lo que está ahí? Es que precisamente, no es que el hostigamiento sexual sea aceptado como tal, se le legitima mediante su naturalización, es decir, a través de un mecanismo que logra convertirlo en nada, en algo que no existe. Por eso no lo ven, porque no está para ser visto sino ignorado, verlo implica la desconstrucción de las representaciones mentales que hacen posible su existencia.
Además, una denuncia de hostigamiento sexual pone en duda el andamiaje elemental sobre el que se sostiene y reproduce el patriarcado: el poder masculino de tener acceso y control sobre el cuerpo de las mujeres. Por eso, ante cuestionamientos que tocan ese poder fundamental, se activa un discurso misógino que trata de colocarnos a las mujeres en «nuestro lugar», el de legitimadoras de un orden sexista, y para eso nada mejor que convertir a las disidentes en secta safiana (léase lesbianas), «rara especie desnaturalizada» o deplorables «guerrilleras».
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