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Hace poco tiempo, mientras escribía un artículo para una revista agrícola sobre nuestro sabio mayor, el Dr. Clodomiro Picado, evoqué las anécdotas que me relataran dos célebres y admirados hombres, hoy fallecidos, a quienes la vida me dio la fortuna de tratar: el Dr. Alfonso Trejos Willis, parasitólogo médico, y el escritor Joaquín Gutiérrez Mangel.
Ambas anécdotas tienen como común denominador el carácter irónico, fuerte y hasta áspero del entrañable Clorito, ese científico y notable patriota que, en un medio anodino y de gran pobreza material, incursionó e hizo aportes originales y de calibre universal en campos tan diversos como endocrinología, hematología, inmunología, sueros antiofídicos y hasta agricultura, incluyendo el descubrimiento -nunca reconocido en el mundo científico- de la penicilina.
Aunque hay consenso de que don Alfonso fue su principal discípulo, de lo cual es evidencia la obra Biología hematológica elemental comparada, escrita por ambos, en realidad su primer encuentro no fue nada grato. Contaba él que, durante las vacaciones colegiales, su padre normalmente le conseguía trabajo como ayudante de contabilidad en alguna empresa. Pero un año, quizás por fastidio o por haber advertido ya su potencial como científico, le dijo que -a través de un amigo-, le había conseguido empleo en el laboratorio de Clorito, en el Hospital San Juan de Dios. Y una mañana de lunes lo llevó allá y lo dejó a la espera de Clorito. Cuando el sabio apareció, él se presentó y le dijo por qué estaba allí, a lo que, impávido y cortante, le respondió: ¿Sabe qué, Trejos? A mí, hasta para regalarme mil pesos, primero tienen que preguntarme si los quiero.
En el caso de don Joaquín, con apenas 16 años, su padre le consiguió empleo como ayudante de bodeguero en el Hospital. Por su cercanía con el laboratorio de Clorito, a menudo él iba al serpentario en el que el sabio trabajaba sobre sueros antiofídicos. Ahí, mientras husmeaba, se la pasaba silbando, sin sospechar que perturbaba la necesaria tranquilidad de ese claustro científico. Un día, de repente el sabio le pidió que le hiciera el favor de ir a comprarle un paquete de cigarrillos, a lo cual él accedió más que gustoso. Al regresar, Clorito abrió el paquete, con educación tomó un cigarrillo, lo colocó en la boca del muchacho y le dijo: ¡Fume! Este incidente le hizo tanta gracia a don Joaquín, que lo dejó relatado en ese bello recuento vital y testamento personal que es Los azules días, en el que además describe un enfrentamiento en el cual la proverbial fisga del entonces presidente de la República, don Ricardo Jiménez, se quedó corta ante la habilidad sarcástica de Clorito.
Anécdotas simpáticas y añejas, ocurridas en los años 30, pero que entrelazan, a través de esta faceta del carácter de Clorito, a tres personas muy queridas en mi vida. A la vez, son el retrato de un carácter directo y hasta crudo -¡tan poco tico, al fin!-, pero ese mismo carácter valiente, vertical e indoblegable con que Clorito supo alentar las más hermosas causas patrióticas y humanistas en sus numerosas intervenciones por la prensa.
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