Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Yoji Yamada, el destacado y popular cineasta de Japón, visitó Costa Rica la semana pasada. He aquí un análisis de su extensa obra, parte de la cual fue observada por el público nacional.
Yoji Yamada es el autor de la serie cinematográfica más larga de todos los tiempos. La serie no es la de James Bond, como podrían suponer algunos. La serie es Tora San («Dura es la vida del hombre»); 48 capítulos en 27 años, hasta la muerte de su protagonista Kiyoshi Atsumi y un museo popular en Tokio que lo mantiene vigente.
En vez del detective arrogante y eficaz, es un vendedor modesto y casi siempre fracasado. Tora San, algunos de cuyos capítulos se proyectaron en la sala Garbo la semana pasada, es un antihéroe errabundo que recorrió todos los pueblos -islas- de un país profundamente contradictorio. Un baqueano humilde deambulando entre las raíces del Japón antiguo y profundo y la moderna sociedad industrial. La comedia costumbrista ligera como vehículo del análisis de lo cotidiano. Como en la filmografía de nuestro Alfred Hitchcock, hay más bajo la superficie de lo que aparenta.
Regordete, perezoso, desteñido; un pilluelo que, sin embargo, encarna, como lo quiso Ingmar Bergman con los artistas ambulantes de «El sétimo sello», una sabiduría olvidada por la sociedad del consumo y la competencia. La bondad por encima del intelecto.
En el veterano cineasta vive el secreto de Tora San, entrañable personaje del pueblo japonés. Un corazón inmenso dispuesto al bien. A Tora San, enamoradizo que nunca halla el reposo del hogar, lo redime su extraordinaria capacidad de ayudar a los demás; es una especie de quijote, tan dispuesto a deshacer entuertos como el caballero de la triste figura, y tan sencillo y bonachón como Sancho Panza. Ese corazón generoso es el leit motiv de toda la obra de Yoji Yamada. Un hombre comprometido con un cine de servicio público, que quiere, con sus relatos, enseñarnos a ser mejores. Es como un niño cuya obra, radicalmente ética, nos guía -de regreso- hacia un mundo más armonioso.
UNA CLASE INOLVIDABLE
Dicen que su filme preferido, visto en la muestra, es «Una clase inolvidable», hermosa historia de un maestro de escuela nocturna que se entrega a sus muy diversos y desdichados discípulos y los guía, sin mayores formalismos, en el estudio y en la vida; mas bien, como reflexiona al final el profesor, se ayudan todos entre sí. Sin aspavientos y con humildad, Yoji Yamada se revela como un hombre de firmes convicciones, a las que ha entregado su vida (su obra).
De sus magníficos predecesores, pienso que toma el respeto y el valor de las tradiciones de Yasujiro Ozu; pero también hay rasgos del humanismo de la generación de posguerra, donde, como en Akira Kurozawa, el individuo corriente hace la diferencia. Sólo que en el autor de «La sombra del guerrero», ese individuo crece a la estatura de héroe, mientras que en la obra de Yamada sus personajes carecen de esos ribetes.
Con más de setenta años de edad y un número semejante de largometrajes a su haber, elegante y discreto a la vez, Yoji Yamada es una figura sencilla y cálida, envuelto en una melena plateada y grandes anteojos negros. El realizador más popular de Japón vino brevemente a Costa Rica. Su presencia en nuestro país convocó a una marea humana de curiosos y entusiastas cinéfilos que llenaron la Sala Garbo y el Lawrence Olivier.
La mayoría no habían saboreado sus películas, de las que degustamos una pequeña muestra. Solo los aficionados a los festivales anuales que durante dos décadas organizamos desde el Grupo Diálogo o desde el Centro de Cine -siempre con la embajada japonesa-, habíamos seguido las divertidas peripecias de Tora San, o habíamos reflexionado con el drama familiar «Mis hijos», tratado con la prudente y cuidadosa mirada que caracteriza a Yoji Yamada; a diferencia, por ejemplo, de la tremenda adaptación de «El Rey Lear» que hiciese el más «occidental» Akira Kurozawa con el título de «Ran» (Caos); un alud de pasiones desbordadas.
Porque en Costa Rica, el mejor cine de Asia es una ausencia casi permanente, salvo algunas joyas rescatadas por Niko Baker para sus salas de arte y ensayo; y salvo, principalmente, a los festivales que gracias a la generosidad de la Embajada de Japón, cada año marcan la diferencia. En 2001 llenamos la Sala Gómez Miralles del Centro de Cine, y repetimos a fin de año con la retrospectiva de Kitano Takeshi («El regreso de los chicos», «Sonatina», «Escenas en el mar»), un autor que explora la soledad y la violencia posmodernas con sagaz energía.
Al creador, oriundo de Osaka, lo retó un espectador que -amparado a Kitano Takeshi- puso en duda su empeño en estimular los valores tradicionales mediante el llamado de la nostalgia. El maestro rehusó la confrontación y afirmó la conveniencia de la diversidad; debe haber muchas voces que desde distintos ángulos contribuyan al conocimiento global.
Sin embargo, yo, que admiro a ambos, sí encuentro una base común, y es un respeto extraordinario a los hechos y a los personajes, un sentido moral que en ambos casos parte de un escepticismo casi pesimista. Yamada encuentra en el pasado una razón de ser. Takeshi lanza un grito de angustia que reverbera por las calles hostiles de las metrópolis deshumanizadas y, también, nos obliga a reflexionar.
A inicios de año, me consultaron en la Embajada de Japón que si nos interesaría contar con esta visita; por supuesto que sí, les dijimos. El programa se mantuvo y la nueva directora del Centro de Cine, Laura Molina, lo presentó al público con una sobriedad muy adecuada al artista.
MIRADA A NUESTRO CINE
Asimismo, la Embajada de Japón nos abrió un espacio para que el experto conociese la producción nacional. En una tarde muy agradable, observó el corto «Once rosas» y el largo «Password/Una mirada en la oscuridad». Acompañado de un pequeño grupo de especialistas, como Aurelio Orta de la Universidad Veritas, que complementaron sus preguntas y opiniones, Yoji Yamada se sorprendió favorablemente de un cine que le fue afín: la elegancia y sutileza de los tratamientos, la ausencia de vulgaridad y grosería, la notable fotografía de Mario Cardona y los vínculos entre Tora San y el enamorado que interpreta -con gran acierto, dijo- Fabricio Gómez, en el corto; y el equilibrio logrado con un tema tan difícil en la ópera prima de Andrés Heidenreich.
La simpatía hacia nuestros dos filmes que expresó Yoji Yamada con mucha naturalidad -un consagrado por muchas razones, aparte del centenar de millones de espectadores que ha merecido su Tora San- es un aliento para los creadores nacionales, frecuentemente tan cerca en sus batallas unos de otros que pierden la perspectiva para valorar sus aciertos.
Pleno acierto, pues, ese encuentro con un hombre bueno, que ha hecho de su bondad una obra convincente y popular, que nos habla al corazón y nos invita a confiar en el lado bueno de la condición humana. Sí, «una clase inolvidable».
* Crítico de cine y productor audiovisual
Este documento no posee notas.