Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Utilizamos el vocablo normalidad en su connotación de estado común del ser humano encajonado, membretado en la costumbre del «eterno retorno», acomodadito en su ataúd a resguardo de sobresaltos, de nuevas luces y, como tantas veces lo hemos dicho, atribuyendo «verdad» a los errores en que todos coinciden.
Quizás aún no se ha examinado a fondo este fenómeno básico de perversión, diluido en costumbres y prejuicios atávicos, cuyo persistente desarrollo, apadrinado por demagogias que tergiversan palabras tan serias como pueblo, dignidad de la pobreza, arte popular, trabajo, etcétera, buscan dorar ciertas píldoras inconfesables.
La normalidad a la que aludimos no tiene clase social determinada; si la tuviera, más bien apuntaría hacia arriba. La vocación de la cúspide, en todo caso, consiste en generar y mantener, a sangre y fuego si es necesario, los mitos morales en los que la civilización apoya los pies. Benéficos algunos, inofensivos otros, la mayoría desfigura y aplasta verdades fundamentales, elementales diríamos, cuyos espectros corroídos gravitan en el mundo vulnerando el ritmo del tiempo vital.
Semejante terrorismo universal, con su inocente rostro de sensatez y «necesidad», el aplastante número de mantenedores y la eficaz hipocresía operativa (que da por sentado aquello que, como todo cadáver, debería yacer bajo tierra), ha provocado las grandes hecatombes de la historia, que en un plano metafísico podríamos denominar tragedia permanente. Lo ocurrido en los últimos tiempos son apenas cristales de una masa ígnea envolvente, a la que nadie, salvo los apestados, prestan la debida atención.
Llamamos apestados a quienes, nadando a contracorriente, impugnan el reglamentarismo social de la «normalidad», razón por la que -diría Chéjov- están más solos que viento en el campo. Disgustados con la farsa de la «realidad», al estilo de obstinados espeleólogos, escarban en busca de secretos y amordazados signos reveladores.
Teniendo en cuenta que el mundo sucumbe a la ilusión de que la realidad es lo fácilmente discernible, es decir lo verdadero, o lo que es peor: la única verdad (demagogia barata, inclinada a la beneficencia y a la inmoralidad de las promesas), no resulta grato convencer que el hambre, la miseria, las desigualdades, el festín de muertes cotidiano, la corrupción, la codicia, los venenos del cuerpo y de la mente, tienen su origen en otra realidad más profunda (no tan visible como su hermana bastarda), raíz de las conductas humanas, sin cuyo desmantelamiento, nada, absolutamente nada, liquidará los efectos que, en última instancia, constituyen dolorosas realidades de segunda mano. La peste tiende a la aniquilación del círculo vicioso. Casi nada. Cosa de locos. Como única esperanza goza de magro prestigio.
El diletante, en su aceptación peyorativa, pellizca la realidad entre el índice y el pulgar, complaciéndose en exhibir socialmente los moretones. El trabajo intelectual serio y del creador auténticamente apasionado, exige renunciamientos, o mejor desprendimientos. Las encantadoras voces de la trivialidad, los demonios del para qué, la ociosidad evasiva, el desperdicio atolondrado del tiempo, la distracción, las fugas, las modas y otras tantas campanas de ronco tañido, son sus peores enemigos. Consciente de que la vida y el hombre, aviesamente traicionados, habitan potencialmente despojados de excrecencias en otra dimensión, evita en lo posible fijar los ojos en lo convencional, en la apariencia y en el entorno redundante de lo que ya hay. Se aleja de estos universos de utilería, a fin de penetrar profundamente en ellos. Lo viene haciendo casi desde el principio de los tiempos. No es ajeno a la diversión ni a la alegría, pero la ironía que despliega en estos menesteres, suele convertirlo en solitario, estado que da lugar a muchos equívocos.
En primer término, una psicología elemental prescribe que el deseo de una soledad fecunda no es neurótico en absoluto; por el contrario, la mayoría de los neuróticos retroceden ante las profundidades de su ser; la incapacidad de soledad constructiva es, por sí misma, signo de neurosis. Sin embargo, el punzante escalpelo de la desesperación, cuando no de la impotencia, suelen provocar estragos en el organismo del pensador solitario. No porque se sienta solo. ¿Cómo sentirse solo en compañía de personajes más reales que el vecino, de pensamientos que emergen del esfuerzo de «esenciarse» con lo más oculto de uno mismo y del otro? No hay soledad en estos parajes: un constante intercambio de réplicas llena el espacio; los descubrimientos poseen voz propia; el dolor y las perplejidades, las equivocaciones, los límites y la impotencia, inseparables de la mente, encarnan a su vez un ser que para el común de la sociedad opulenta, oportunista o distraída en un elevado nivel de estupidez medianamente satisfecha, adquiere fama de aguafiestas y presenta todos los signos del apestado crónico.
Esta situación lo torna soberbio o bien lo obliga a parapetarse tras la humildad. Nietzsche pertenece a los primeros; Montaigne a los segundos. Pero cuidado: La Rochefoucauld (1613-1680), sostenía: «La humanidad no es generalmente sino una fingida sumisión de que se sirve uno para someter a los demás. Es un artificio del orgullo, que se rebaja para elevarse, y aunque se trasforme de mil modos, nunca mejor disfrazado y más capaz de engañar que cuando se oculta bajo el semblante de la humildad». No en vano se considera a este pensador un adelantado en psicología.
Es probable que cuando la peste contagie al universo de la normalidad, la semántica quede patas arriba y la «salud humana» adquiera otro sentido. Mientras tanto, la puerilidad de un mundo degenerado reinará sobre sus despojos.
Este documento no posee notas.