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El convenio con el gobierno norteamericano, para crear una sofisticada Escuela Militar, madura en la Asamblea Legislativa. Mientras tanto, la crítica al proyecto está verde. Descifrar la firma del ministro Rogelio Ramos, requiere comprender que la fuerza armada es la garantía primaria y última del poder estatal; aunque no contraríe otras atribuciones para gobernar, sobre todo en Repúblicas con economías dependientes. Pero el entendimiento con Ramos muestra con claridad, que los órganos policiales en Costa Rica son – en apariencia- poco funcionales a los estrategas del capitalismo global; no, a las necesidades de seguridad del gobierno costarricense y la ciudadanía.
Pero, con cuidado. En el pasado, los liberales no ocultaron las borlas de grana y oro de sus potestades. Entre 1870 y 1914 el prestigio social, la presencia de los coroneles en los puestos públicos no militares y los arreos castrenses de los gobernantes fueron tales que, en abril de 1885, Mauro Fernández -«el padre de la reforma educativa»- obtuvo el Grado de Teniente Coronel de las Milicias de la República. Secretario de Instrucción, consintió que en los liceos se impartieran prácticas militares y se exigiera a los empleados públicos asistir a las Academias Militares, abiertas en 1886 en todas las provincias. Regía el servicio militar obligatorio. Por su lado, el presidente Carlos Durán, creó en 1890 la Escuela Militar. Para ser admitido había que aprobar exámenes de lectura, aritmética, castellano, historia y geografía; cuando a los hijos campesinos del Valle Central el Estado sólo los instruía, hasta el segundo grado. Si alguna «movilidad social» incluían las finalidades primerizas de los colegios urbanos, la carrera militar fue cauce y sosiego de los muchachos de la burguesía cafetalera. Después los mandarían a las escuelas de West Point.
La cosecha de leyes militares, policiales y penales abundó entre 1884 y 1910. Quizás más que los cafetos, cañales, tabacales y bananos. El Ejército, junto a la Policía de Orden y Seguridad creada en 1877, cumplían funciones de coerción y represión desde las Secretarías de Guerra y Marina, y, la de Gobernación. Tenían a su cargo, además, la administración de las sentencias de penas. Después de 1914, los generales norteamericanos guarecidos en la Zona del Canal, trazaron a los gobernantes criollos los límites de la seguridad externa: les prohibieron el uso de armas de grueso calibre. En Centroamérica, los marines despejaban por aire, mar y tierra la seguridad imperial. Eran acciones avaladas por cónsules, políticos y obispos de la región, que comenzaban a hablar del Estado de Derecho. Sin embargo, al calor de la Primera Guerra Mundial y el avance industrial de Norteamérica, optaron porque la soberanía de sus Estados descansara, también, en el Capitolio.
Los cambios geopolíticos asociados a las transformaciones en los países de la Europa del Este, llevaron a los actuales gobernantes norteamericanos a retomar su «Destino Manifiesto»: destruir la historia que precede al capitalismo de los monopolios para afirmar su hegemonía mundial. Tal ha sido la economía política de guerra puesta en movimiento en la vieja y rica masa continental, de Eurasia y África. Pero los hechos del 11 de setiembre de 2001 en Nueva York, señalaron la inflexión de esas intenciones. Por ello, ayer como hoy, la compulsión al dominio mundial que ha motorizado la historia política de los Estados Unidos, no puede prescindir de la ubicación geográfica de Costa Rica. En contraste, nuestra economía agrícola enchufada al capitalismo global, solo ha sobrevivido a las guerras imperiales alentada por un ideal histórico: mantener la paz con los estados y naciones del mundo. El presidente Abel Pacheco, observador crítico del sentido común nacional prefirió pues, asesorarse con las razones de las idiosincrasias, antes de rubricar la Escuela Militar.
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