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Un observatorio del mundo actual

Filosofía contemporánea

Filosofía contemporánea
Manuel Cruz.
Taurus, 2002.
429 páginas.
Si hay algún conocimiento que justamente no es abstracto, ése es, en contra de lo que se cree, el filosófico. La tan sobada -pero no por ello menos sugerente- definición hegeliana de la filosofía como el esfuerzo por poner su tiempo en conceptos debería significar cualquier cosa menos que la filosofía hace abstracción de su tiempo, debería significar más bien que intenta pensar y hacer pensables los problemas que lo definen. En este sentido, los intentos de ofrecer un panorama de la filosofía ‘contemporánea’, aunque pudieran parecer (y quizá, en cierto modo, estar) precipitados por la necesidad de responder a la ansiedad psicológica que suelen producir los fines y principios de siglo, son también un observatorio -un observatorio intelectual- de la época en que vivimos. Para empezar, porque los siglos no comienzan ni terminan a golpe de calendario, sino puntuados por ciertos acontecimientos que se convierten, a veces injustamente, en emblemáticos. Así, la sensación de final del siglo XX no se produjo, para el mundo occidental, en diciembre de 2000 sino un poco antes, en 1989, con la caída del muro de Berlín. La profunda reorganización de la conciencia geopolítica que se tradujo en la desaparición de una bipolaridad que durante años había modelado la identidad occidental y que había servido de telón de fondo para la inteligibilidad de sus estrategias y para el logro de su estabilidad no puede dejar de seguirse en el ‘mundo de las ideas’. Se dice, con razón, que los intelectuales no acertaron a ‘prever’ ese acontecimiento, como si los intelectuales fueran profetas o asesores de gobernantes en materia histórica.
Pero, si se repasa el pensamiento del siglo XX, lo que sí habían estado haciendo los intelectuales era elaborar conceptualmente lo que se conoció -hoy resulta incluso difícil recordarlo- como ‘crisis del marxismo’, es decir, de aquella ‘última ideología’ que permitía acusar a todas las demás formas de pensamiento de ideológicas en función de la lucha de clases que animaba el movimiento de la Historia antes de que Fukuyama la declarase acabada. Por eso resulta cuando menos gratificante que, en una sinopsis de la Filosofía contemporánea como la publicada por Manuel Cruz, se dedique un capítulo a la tradición marxista del siglo XX, haciéndose cargo de un pensamiento que nunca quiso ser una filosofía en sentido académico, sino más bien utilizar la filosofía como arma de emancipación, pero que durante la primera mitad de ese periodo se repartió, junto con la filosofía analítica y la fenomenología, el terreno de juego de los debates conceptuales, y un pensamiento sin el cual algunos proyectos filosóficos vigentes pierden por completo el telón de fondo que los hace inteligibles.
Como diría maliciosamente Jean Baudrillard, el final anticipado del siglo XX fue, para occidente, el final de una identidad que se había definido frente a un otro constituido como ‘super-potencia’ y, por tanto, un final que implica una hipertrofia de lo mismo y que, por ello, genera la necesidad de establecer nuevas diferencias malditas, necesidad que se habría expresado con atroz simpleza en el acontecimiento que, con cierto retraso cronológico, hemos vivido el 11 de septiembre de 2001 como si fuese el pistoletazo real de salida del siglo XXI, y con respecto al cual se ha insistido igualmente en la ‘falta de previsión’ de los intelectuales. Pero también aquí conviene hacer un poco de historia reciente: la corriente cultural que tomó el relevo filosófico del marxismo en Europa fue precisamente la que Luis Sáez Rueda denomina pensamiento de la diferencia y Manuel Cruz tematiza bajo el epígrafe de ‘post-estructuralismo’, un epígrafe que nos recuerda el modo en que el estructuralismo, especialmente a través de Lévi-Strauss, ‘sucedió’ al marxismo en la filosofía contemporánea, es decir, el modo en que el tópico de la lucha de clases como ‘motor de la historia’ fue erosionado por el de lo que Huntington llama hoy -abusivamente- ‘el choque de civilizaciones’, y que en cualquier caso significó un incremento en la conciencia de la diversidad antropológica que hizo presente a la cultura occidental su carácter etnocéntrico y que puso entre paréntesis su decisión de diseñar ‘un solo plan’ para una humanidad total cuya especificidad desconocía, así como su voluntad de homogeneizar la intimidad de los individuos en esa diabólica combinación de obscenidad y puritanismo que denuncia Ignacio Castro en su Crítica de la razón sexual. Con la llegada de los nuevos acontecimientos, incluso esa ‘filosofía de la diferencia’ o de lo irresoluble ha quedado subsumida en el interior de una nueva brecha interna, la que Sáez Rueda describe como El conflicto entre continentales y analíticos, es decir, el conflicto entre los intentos de reducir toda realidad a una superficie de hechos naturales y los de erigir en ella pliegues de sentido irreductibles a la naturalización, a la objetivación o a la factualidad. Este hiato, como dice el autor, ‘no es exclusivamente teórico ni es sólo una realidad académica’. Para que se note cuán poco abstracta es la filosofía, se trata del mismo abismo que percibimos, crecientemente, entre el discurso político que lideran Estados Unidos y el Reino Unido, por una parte, que parece pertenecer a ese porvenir que -sea cual sea- se inició el 11 de septiembre, y el de la vieja Europa continental, por otra, crecientemente percibido como si saliera de entre los escombros del muro derrumbado de los principios.
Es por tanto enormemente sintomático que, en su apretado pero brillante Panorama de la ética continental contemporánea, Julio de Zan presente como línea de fuerza, para describir la discusión actual en el campo de la moral, la disputa entre la moralidad de herencia kantiana, concebida como una reflexión de la conciencia sobre los principios universales de una voluntad libre, y la hegeliana eticidad, es decir, el conjunto de pautas de comportamiento que las comunidades culturales se dan a sí mismas como formas de vida históricas con contenidos éticos sustantivos que definen las conductas de excelencia y las aberrantes. Evidentemente, ni Kant ni Hegel percibieron esta dualidad como un conflicto, el primero porque nunca vio en los productos de la historia una objeción contra las leyes de la razón (aunque fuera sensible a la tragedia que ello suponía para la existencia de los hombres), y el segundo porque confiaba en que la marcha de las sociedades históricas les conduciría inexorablemente a identificarse con la marcha de la razón (sin que se distinguiese por su sensibilidad ante los costes que ello pudiera ocasionar a los mortales).
Pero sus herederos contemporáneos han convertido esta disputa aparentemente académica en la controversia entre liberales y comunitaristas, una polémica en la cual se juega nada menos que la cuestión de si merece la pena seguir usando el término ‘moral’: si la única referencia de nuestro juicio acerca de lo bueno y lo malo es nuestra comunidad cultural, entonces, ciertamente, como subraya De Zan, permaneceremos ciegos y sordos ante la interpelación de los otros, por mucho que nos conformemos a unos estándares éticos internos que puedan definirnos como ‘virtuosos’. Pero es que esa interpelación del otro es la relación propiamente moral (para empezar, la relación moral con uno mismo) y, en ella, resuena algo que ya no puede ser considerado propio de tal o cual comunidad, algo que no pertenece a ninguna comunidad. Y no se dirá que la sordera moral es una abstracción filosófica sin relación con las coyunturas históricas en las cuales estamos envueltos. Claro que el recordar esta interpelación moral contra la proliferación de éticas privadas o comunitarias que se difunden por doquier no tiene por sí mismo fuerza coercitiva alguna. Pero fue Hegel quien dijo que la filosofía no tiene por qué ser edificante. Es decir, no viene a dar soluciones, sino a plantear problemas. Eso, y no su presunto carácter abstracto, es lo que puede hacerla aparecer como algo difícil.

  • JOSÉ LUIS PARDO
  • Los Libros
CommunitarianismMarxism
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