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En nuestra última entrevista del año, ofrecemos un resumen de la charla con Elba Garbi Pereira, una mujer de 73 años, sencilla y agradable, quien vive en Costa Rica desde 1958.
Elba Garbi Pereira a sus 73 años mantiene su amor por las plantas, los animales y los pájaros, por eso les dedica varias horas al día.
Venezolana de nacimiento y con una vasta herencia cultural debido a sus orígenes, Elba Garbi se casó en su tierra natal con el costarricense Francisco Fairén Almengos en 1950 y ocho años más tarde se vino a Costa Rica, donde reside desde entonces.
De padre italiano (Italo Jaime Garbi Galli), quien era general del ejército, y madre venezolana (Petra Pereira Llama) quien a la vez era hija de un indígena de la Guajira, doña Elba de Fairen, como es conocida en el vecindario de Escazú donde reside, lleva una vida sencilla y apacible.
Allí vive sola desde que su esposo murió en 1990, con sus perras Negra y Blondi que le hacen compañía, las cuales -asegura- ya están muy viejas.
Durante el día también la acompañan la gran cantidad de pájaros que a toda hora visitan el jardín que rodea toda su casa, donde encuentran agua fresca y comida que Garbi les ofrece, así como fruta pues ahí hay todo tipo de árboles frutales, desde diferentes cítricos hasta guayaba, cas, mango, durazno, aguacate y caimito.
Tampoco podía faltar el banano, la caña dulce, el tiquisque, las frambuesas y el ayote con enormes frutos amarillos y verdes que pesan entre ocho y diez kilos, además de plantas ornamentales y flores.
Este es el hogar de Elba y como ella misma afirma, «es como el oasis del barrio, aunque ya el jardín no está tan bonito como lo tenía mi esposo porque no lo puedo cuidar igual».
En este mismo terreno de 1.200 metros cuando su esposo vivía, tuvo siete cabras, así como chompipes, gallinas y patos. Se empezó a deshacer de los animales cuando su esposo se puso mal.
Doña Elba ama las plantas y los animales porque nació y creció en una casa grande donde había de todo. Se casó a los 20 años cuando conoció a Francisco, quien era exiliado en Venezuela por haber participado en la guerra civil costarricense de 1948. Apenas cursó la primaria, porque «en aquellos tiempos a la mujer solo se le preparaba para ser la esposa de alguien». Llegó a tierra tica con María Rosaima de cuatro años y Francisco Fernando de 1 año, y aquí nació Boris.
A su segundo hijo lo perdió en el conflicto bélico entre Honduras y El Salvador en 1987, cuando apenas tenía 27 años y era estudiante de la Universidad de Costa Rica. El fue uno de los diez costarricenses desaparecidos en esa guerra, los cuales se suman a los «muchos centroamericanos desaparecidos en los conflictos bélicos en esos dos países, así como en Guatemala y Nicaragua».
DESAPARECIDOS
Por eso ella y su esposo, junto con otras personas de diferentes países, organizaron en Costa Rica la Asociación Centroamericana de Familiares de Detenidos Desaparecidos (ACAFADE) para denunciar estos actos de violación a los derechos humanos. «Aquí habían otros nueve muchachos desaparecidos, pero nadie hizo nada, porque la gente costarricense es muy sumisa. Nosotros lo buscamos durante ocho años y para ello tuvimos que vender otras propiedades que teníamos, pero nunca supimos nada y en esta lucha casi desaparecen también a mi esposo en Honduras».
Garbi trabajó junto con su esposo por los desaparecidos centroamericanos durante quince años, denunciando ante los organismos internacionales estas violaciones, incluso «fuimos hasta la Organización de Estados Americanos (OEA) a presentar estas denuncias».
Después de su muerte presidió esta organización y fue su tesorera; se mantuvo ahí hasta que se desintegró por falta de recursos. Esta dependía de donaciones hechas por organismos internacionales y por algunos países europeos y como los conflictos bélicos habían terminado en Centro América, estos fondos fueron dirigidos hacia otras partes.
«Anduve en El Salvador con los delegados de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con una ametralladora adelante y otra atrás, cuando tenía 69 años. «Fuimos a realizar un homenaje a las mujeres que fueron asesinadas por el ejército en el lugar conocido como el Calabozo, cerca de San José de las Flores, las cuales estaban embarazadas y les fue abierto su vientre para sacarles la criatura».
Con esta organización lograron que en Costa Rica se realizara un juicio contra estos actos criminales, pues aquí habían muchas familias exiliadas que tenían personas desaparecidas, pero no se pudo corroborar nada de lo que se dijo respecto a su hijo. «Sabíamos que estaba muerto, pero queríamos que al menos nos dieran su cuerpo».
UN HOGAR TRANQUILO
Aparte de este antecedente, Elba considera que tuvo un hogar tranquilo y sin problemas. «Mi marido era un hombre culto, tranquilo, casero, sin problemas de mujeres o de guaro».
Pero aún recuerda las dificultades que enfrentó cuando llegó a Costa Rica, por las diferencias culturales. «Allá la medida de peso que se utilizaba era el kilo y aquí la libra, la medida de longitud era el metro y aquí la vara, el autobús era conocido como el camión y pasaba solo tres veces al día por aquí».
Las mayores dificultades las tuvo con los nombres de los alimentos pues esto le dificultaba las compras. «A la batata aquí se le llama camote, al ayote allá se le dice ahuyama, y a la papaya lechosa, el gallo pinto allá se conoce como bandera».
Respecto a las comidas, su gran choque fue encontrar que aquí no se consumía el casabe (torta grande de yuca), ni el chigüire, que es una especie de chancho pequeño silvestre que habita en los llanos venezolanos y se come especialmente en Semana Santa. «Cada vez que iba a Venezuela lo traía, pero ya no se puede porque está prohibido».
Tampoco había harina de maíz para hacer las arepas que tanto le gustan, por lo que tenía que traerla de Venezuela cada vez que visitaba a su familia, y posteriormente se compró una máquina para hacerla; ahora sí la venden en Costa Rica.
Otra cosa que extraña son las allacas (tamales venezolanos) «que se preparan con tres clases de carne, jamón, aceitunas, ajo y salsa de tomate y chile, pero sin arroz y legumbres como hacen aquí».
A su llegada a suelo tico vivieron detrás de donde está ubicada la Caja Costarricense del Seguro Social y posteriormente por la Iglesia La Dolorosa; como nunca le gustó San José, se pasaron a Escazú, donde tiene 44 años de vivir. «En aquel tiempo solo habían cinco casas con la nuestra, el resto eran cafetales. Iba con mi esposo hasta San José en bicicleta».
Sobre un posible regreso a su país natal, donde permanece su familia materna y ella tiene una propiedad, dice que no tiene planes al respecto, porque su vida está en suelo tico.
Asegura que es una persona sencilla y activa. Uno de sus entretenimientos es salir, actividad que realiza casi todos los días. «Me reúno con un grupo de amigas a tejer, voy de compras o salgo con alguna amiga. Los lunes voy a nadar a la piscina del Liceo de Escazú, como parte del grupo de la tercera edad que ha organizado el EBAIS de Escazú centro, donde hay más de cien personas».
También participa en actividades con la Asociación Gerontológica Costarricense (AGECO) y los fines de semana los aprovecha para salir de paseo ya sea con estos grupos, sus familiares o alguna amistad, que guste como ella disfrutar del agua, del sol o del campo.
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