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Genéricos y de marca

 
A su casa les llegó la invitación a unas bodas en Caná de Galilea. Un famoso reportero llamado san Juan, se encargaría de cubrir el evento. En la tarjeta de bodas les indicaban que en un centro comercial cercano los esperaba una lista de regalos para los novios. Madre e hijo no fueron al centro comercial, en donde se sentirían extraños, pero les dijeron que entre la lista se pedían: dos jofainas, dos camellos menores de tres años de edad, dos cuerdas para pozo, un microondas, un perfume de nardos y un sinfín de objetos inalcanzables. Con lo que él ganaba como carpintero y ella lavando ropa ajena, les era imposible comprar un regalo para ese matrimonio. Sobre todo ahora que nadie quería pagarles su salario mínimo por el jornal y que no contaban con ninguna garantía laboral. La madre le guiñó un ojo sabiendo que al final no se presentarían a la fiesta con las manos vacías. Llegaron escurridizos al salón de fiestas, y vieron a uno que otro cargar su regalo: un señor llevaba una jofaina enchapada en oro; dos niñas jalaban un joven y nervioso camello; dos mozalbetes luchaban por hacer entrar una refrigeradora por una puerta angosta. Una señora muy emperejilada, regalaba incienso y mirra, lo cual algo les recordó pero no sabían qué. Una anciana cargaba un gallo, el mismo que unos años después cantaría en la madrugada de la negación…En mitad del jolgorio, se acabó el vino. La madre le insistió al hijo que obsequiara a los novios un buen vino. El muchacho desconcertado, hurgaba sus bolsas vacías y solo esperaba un milagro. En su talego desde hacía mucho tiempo no cargaba un solo denario. El joven hizo el esfuerzo necesario y ese día, hasta la madrugada, anfitriones e invitados tomaron un vino de insuperable calidad. El maestresala reclamó a los novios el que se hubieran reservado el buen vino para lo último. Dos días después, las compañías vinícolas presentaron una acusación por competencia desleal. En la fiesta se había tomado un vino que no estaba autorizado para la venta y sin las patentes requeridas. Argumentaban, con certeza de sabios, que el vino de contrabando podría conducir a la ceguera y el de marca no. El uno producía cirrosis y el de marca no; al contrario, su vino patrocinado favorecía la circulación sanguínea. El problema que ahora se planteaba aquel joven era cómo iba a seguir haciendo con las curaciones. Su fama corría por la aldea y a él acudían personas paralíticas, ciegas, leprosas, tuberculosas, a quienes de dulce manera las complacía aliviándoles el dolor. A más de una levantó de su tumba y a muchas las liberó de sus fantasmas internos. A pueblos enteros les calmó su hambre y su sed: aún no se explica cómo cinco panes y dos pescados le alcanzaron para alimentar a unos cinco mil habrientos.
De ahora en adelante, ante la acusación por competencia desleal en contra de los productores de vino, debía cuidarse del origen de los medicamentos que usara para sus curaciones en la plaza del pueblo. Concentró sus fuerzas en emplear medicamentos genéricos para tratar a sus enfermos. Pero la gente poco a poco se le fue apartando, aquella gente que lo seguía, quizá influida por la mercadotecnia de los pretores y gobernadores, pedían que les recetara medicamentos de marca, pues cuanto más caros fueran, pensaban que mejor efecto les haría. Ya nadie le aceptaba medicamentos genéricos. Incluso, una vez, de diez leprosos que curó, solo uno se devolvió para darle las gracias. A este último se limitó a preguntarle que dónde estaban sus otros hermanos. Los boticarios no disimulaban su disgusto. Las ventas se les podían venir a pique si a sus productos no les daban rotación. Aquel joven no tuvo otra opción: dedicarse a hacer milagros. Como milagros hacen millones de familias que en este mundo globalizado viven con menos de un dólar diario, que no tienen acceso a los servicios de salud básicos y mucho menos a medicamentos. Como milagros hacen los millones de analfabetos y de desnutridos que aparecen en Internet pero que nunca conocerán ni un cuaderno ni un lápiz, mucho menos una computadora. Como millones de desempleados vagan en busca de su sustento. Muchos de ellos ahora convertidos en cifras, estadísticas, gráficos y ponencias que se discuten en foros internacionales dedicados a la pobreza, por personas que pertenecen a grupos que concentran la riqueza.

  • Carlos Enrique Fuentes Bolaños
  • Opinión
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