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El importante impulso que la industria del libro ha tenido en los últimos diez años, suscita fenómenos múltiples, muchos de los cuales al ser simultáneos resultan paradójicos. Algunos ejemplos. Son más baratos los libros de autores conocidos, consagrados o clásicos, que los de los debutantes. Se lee el libro después de la película, aunque con las adaptaciones se trata de ver cómo se expresa en lenguaje audiovisual lo que se creó con la imaginación, pero es absurdo buscar que le cuenten lo que ya se vio, apelando a la memoria más que a la imaginación. Cuanto más accesorios extraliterarios tenga un libro, mayor preferencia acoge, por ejemplo, incluyen disco compacto. Los jóvenes leen más que los adultos, cuando éstos deberían tener más cultivado el hábito y gozar los beneficios de la experiencia.
Pero uno que llama la atención y es el motivo de este artículo es la importancia que han cobrado los premios literarios.
En un afán de revitalizar la fuente primaria de la industria del libro, que son los autores, las grandes empresas editoriales promueven enormes certámenes internacionales cuya competencia se basa en el monto del premio, más que en el prestigio que pueda significar. Con el modelo de la gigantesca industria editorial estadounidense, donde los best-séller son un negocio comprobado, las empresas editoriales de lengua castellana se percataron de que existe un público de decenas de millones de lectores en ambos lados del Atlántico, e intentan atraparlo con las redes de la propia lengua antes de dejar escapar por el agujero de la traducción.
Así, cada año, los autores pueden barajar un buen abanico de concursos cuyos montos podrían asegurar hasta la vida de sus nietos.
Es noticia, casi como las del mundo del espectáculo, el nombre y nacionalidad del autor que ganó este año tal o cual premio, lo cual antes se reservaba al archiconocido Nobel. Y es que la gran maquinaria industrial no sólo otorga el premio, sino que promueve al autor, con quien generalmente firma un contrato de exclusividad. De esta forma, como en el mundo del espectáculo, fútbol incluido, los empresarios «compran la ficha» de tal autor, lo etiquetan y ponen a rodar la imagen.
Muy cuidados en la presentación del producto, su mercadeo y sus redes de distribución, los libros disputan estanterías en supermercados, salas de exposición, tiendas y librerías.
Como un producto más que se adquiere, muchas veces no pasa de ser usado en sus primeras páginas, cumple la función de salvar de un compromiso de celebración, se suma a una colección o sirve para darle un matiz intelectual al aséptico entorno de un ejecutivo.
Como la información impresa tiene la ventaja sobre la audiovisual de ser imperecedera, es más fácil decir que se leyó algo en tal o cual libro, que comentar que se vio en algún programa, porque la incertidumbre da cuenta del dato, la experiencia o el hecho.
Leer se ha convertido para muchos en una necesidad social, para organizar un poco las ideas en medio de un bombardeo constante e indiscriminado de información, donde más que uniformar el gusto, parece que a todos se les endilga el uniforme del mal gusto.
Claro, en su carrera por un lugar en el mercado, la industria del libro no se salva de esta triste condición. Antes la mala literatura se podía identificar con relativa facilidad por la presentación de los textos, en ediciones baratas, de formatos menores. Hoy ocurre todo lo contrario, las lujosas presentaciones son propias del libro de gran mercado, mientras a las grandes obras se las relega a ediciones pobres.
No obstante, es injusto valorar este momento del mercado librero como una afrenta a la literatura, todo lo contrario. Hoy más que nunca los escritores tienen la posibilidad de vivir de su trabajo; ya no son vistos como bichos raros en la sociedad, su arte no les impide desarrollar otras labores, pero pueden dedicarse a él completamente.
El desbarajuste en el mundo literario no implica un demérito para quienes trabajan la literatura como su arte. Basta volver al tema de los premios.
Actualmente, el premio Cervantes en Letras, considerado desde su instauración en 1974, como uno de los más prestigiosos para la lengua castellana, hasta llamársele el Nobel para este idioma, se ve apocado en el gran mundo del mercado del libro, gracias a la sombra que le hacen otros premios cuya dotación monetaria lo supera exhaustivamente. Tal es el caso del premio de la editorial Planeta con que se destaca una sola novela, otorgado el año pasado al peruano Alfredo Bryce Echenique, y cuya dotación es de 601 mil euros, mientras que el Cervantes contempla un monto de 90 mil dólares y se da por toda una obra. De manera que, cuando se anunció en diciembre pasado que el español José Jiménez Lozano, de 72 años, había sido acreedor de tal reconocimiento, buena parte del mundo intelectual y académico de este lado del Atlántico no pudo evitar un gesto de perplejidad ante la ignorancia traicionada.
Los premios son ejercicios de quienes los otorgan y a ese interés responden.
Esto puede coincidir con la decisión del colombiano Gabriel García Márquez, quien luego del Nobel no quiso aceptar más premios, ya que una cosa es el galardón como reconocimiento y otra como enganche para un gran negocio editorial.
Por eso, para el autor coherente, siempre tiene más valor la expresión sincera de alguien que conoce su obra y la aprecia, que la efímera residencia en la marquesina.
La semejanza entre el mercado de libro actual y el de la música es cada vez mayor. Pero, claro, un libro no tiene la posibilidad de compartirse por un altoparlante y dejar que invada la atmósfera, sino que como muchos otros placeres intensos, perdurables y profundos, se queda en el espacio de la intimidad.
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