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Si es cierto que la mayoría de las personas saben muy poco acerca de sí mismas y sólo llegan a enterarse gradualmente (sin pasar de allí) de hasta qué punto han vivido en la ignorancia, uno se pregunta cuántas veces habremos asistido a los funerales de un desconocido. La capacidad de ser sincero consigo mismo, no se obtiene, si ello fuera posible, de un día para otro. Inmersos en un mundo que distrae, tergiversa y desnaturaliza las más sencillas verdades, no es extraño que la mala fe haya ocupado el sitio asignado a la dignidad, mientras que la mentira pintarrajea los factores etiológicos del cáncer cultural, abriendo la puerta de imágenes idealizadoras, a la improvización del cretinismo y a las irracionales apuestas del embotamiento cotidiano.
No hacemos referencia aquí al «conócete a ti mismo» clásico, ni al que insolentes (por no decir otra cosa) escribidores de horóscopos, introducen como inertes ensoñaciones en tantas víctimas. Apuntamos más bien a la posibilidad de sacudirnos los efectos narcóticos de una civilización en coma, que actúa a estertores sobre las ciencias como si estuviera viva. En suma, se trata de quitarnos de encima aquello que nos han «pegoteado», dificultando aún más la posibilidad de iluminar los perfiles del yo.
Bien, como todo el mundo, ignoramos vastos sectores de la realidad; no vamos a caer en el foso espiritualista del «conócete a ti mismo», donde son anestesiadas las escoriaciones de cerebros unilaterales. Uno piensa que resulta imposible arribar al objetivo del eslogan sin relacionarse con el universo humano, sin enfrentarlo, sin, al menos, descubrir las trampas y evitar anzuelos de pescadores profesionales. Pero aun así, el único logro sería, quizás, un precario acercamiento, pues a pesar de todo lo dicho acerca del ser humano, cada persona es un misterio. Afirmamos que dicho misterio se revela por los actos, pero reconozcamos hoy, que asimismo un ser humano es lo que no hace: eludir revela también un acto.
No le falta razón a Marcel Proust cuando en el sexto tomo de «A la recherche du temps perdu (La fugitive)», apunta que para los individuos (y hasta para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agrandándolas) el plagio humano más difícil de evitar es el plagio de sí mismo. Aunque no estamos totalmente seguros, personalmente reiteramos la tendencia casi paranoica de pensar que el problema ha recrudecido como nunca en el presente.
Los espejismos, multiplicados hasta un punto insufrible, no solo impiden la necesaria concentración; también somos el blanco de sensaciones punzantes pero fugitivas: el martes aferramos el puño por lo que el viernes perece.
De ahí la curiosidad que despierta la tozudez de esas personas que, ante una verdad que invalida una creencia arraigada en su mente, dan la espalda y continúan atesorando mentiras. La inteligencia, mutilada bajo la tiranía del hábito, suele intoxicar tanto como la imaginación diluida en líquidos estomacales. En las quejas y mal humor subyacentes hallamos más carga de dinamita que de sensatez y persuasión.
Una aparente paradoja marca el ritmo de nuestros pasos: paralizados por los tóxicos de turno, vamos, venimos, subimos, bajamos, caemos, jadeamos, corremos sin dirección definida, atormentados por la incertidumbre de un futuro. Como suele decirse, en cada jugada, nos cambian la bocha; ciertas afecciones de la mente en turbulencias, amagan un retirada para volver repentinamente sobre sus pasos y golpear, todo lo que constituye una versión universal del masoquismo. Si abdicamos por pesimismo al trono de la euforia, la lasitud nos aleja de nosotros para siempre. El tremendo esfuerzo que supone volatilizar un dolor compacto y profundo, es desechado por pereza e incomodidad: se escoge vivir como sombra entre sombras; vivir en apariencia, pellizcándonos la piel, patinando en las superficies.
¿Será que el mundo verdadero (como se ha pronosticado) y nosotros mismos, nos hemos convertido en fábula? El filósofo se pregunta: ¿Eres sincero o no eras más que comediante? ¿Eres un representante o eres eso mismo que representas? En última instancia, puede que no seamos más que la imitación de un comediante. Como quiera que sea, el empeño en «buscarnos» involucra, en primer término, la conciencia del narcotismo que padecemos, lo que resultaría imposible sin la voluntad de avistar el origen de las emanaciones. Se ruega despojar de intención poética lo que sigue: penetrando en mi corazón, penetro en el mundo. No es humildad ni lirismo, sino rebelión.
La humildad voluntaria es una farsa elegante. Odier decía que juzgarse sin indulgencia resulta bonito, humilde, cristiano. Sobre todo, es menos peligroso: decididamente, nada como el complejo de inferioridad para imitar mejor la humildad.
De manera que nos agobia un aplastante enigma respecto a lo que somos; conscientemente o no, dicha ignorancia nos convierte en una suerte de traidores. ¿Quién puede levantar la mano y declarar que siquiera una vez no se ha traicionado a sí mismo? La corteza paulatina adherida al ser, altera en ocasiones hasta el aspecto somático, ya que si preservamos una mente narcotizada, esta escoge y dirige los signos del cuerpo, lo que reviste una importancia capital, por no decir nefasta, en el plano social. El ruido ensordecedor, la implosión interna, el parloteo político irritante, fuente de pleonasmos y tautologías, la «moda» de la inseguridad como factor crucial, el caos, en fin, donde «desarrollamos» nuestra existencia, produce constantes crujidos y resquebrajamientos que parten en dos (o en tres) la interioridad de la especie que nos ha tocado en suerte. De existir un remedio, sería el de la recomposición (valga) de un organismo intoxicado.
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