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Cada vez se habla con más fuerza en los medios de prensa sobre los ganadores y perdedores que, según se dice, inevitablemente, dejará el tratado de libre comercio entre Centroamérica y Estados Unidos. Se considera esta situación como «natural» y hasta «positiva» ya que según se afirma, es normal que desaparezcan, quienes no sean capaces de «competir», y lo mejor que podrían hacer es trasladarse a otras actividades. Así lo han dicho las autoridades de comercio exterior: «qué importa sacrificar a unos cuantos miles de productores si con esto se puede beneficiar a otras empresas.» Pero: ¿De quiénes se está hablando? ¿Quiénes son esos perdedores?
Esos supuestos perdedores, son nada más y nada menos que la mayoría de nuestros pequeños y medianos agricultores. Los que producen para abastecer el mercado interno. Los que durante siglos han puesto los granos, las verduras y las hortalizas con los que los costarricenses nos alimentamos todos los días. Son los pequeños propietarios de tierras que con su pequeña parcelita y su arado han permitido construir la democracia y la estabilidad social de este país. Son los que todavía viven como hombres y mujeres libres porque no han tenido que irse a trabajar a la maquila y a engrosar los tugurios que rodean San José. Son los que con su cultura y su forma de vida apegada a la tierra y al trabajo han contribuido a cimentar los valores que integran eso que llaman el «ser costarricense». Ellos no exportan en grandes cantidades y, probablemente, no representan una cifra significativa del Producto Interno Bruto. Tampoco financian campañas políticas, ni están afiliados a los grandes consorcios internacionales. Pero constituyen uno de los pilares fundamentales de nuestro sistema democrático.
Los economistas y expertos que negocian los tratados comerciales sólo miden la relación ganadores-perdedores en términos de los millones exportados. No se detienen a analizar adónde se fueron las ganancias de esas exportaciones ni cómo se distribuyó la riqueza generada. Solo les interesa que el país produzca cualquier cosa que sea exportable. No les interesa que tengamos que importar hasta el arroz y los frijoles que nos comemos. No les interesa que la propiedad de la tierra se concentre en unas cuantas empresas transnacionales. No miden, ni siquiera en términos económicos, la violencia social que genera el desarraigo y la exclusión de miles de familias campesinas que son forzadas a hacinarse en los anillos de miseria.
Los perdedores por la destrucción de la agricultura para el consumo interno a través de los tratados de libre comercio, no son sólo los miles de pequeños y medianos agricultores y sus familias considerados como desechables por nuestros negociadores.
No, señores. Perdemos todos los costarricenses porque sin soberanía alimentaria no puede haber seguridad alimentaria, ni estabilidad social, ni tampoco democracia. Se pierde nuestra capacidad como nación para hacerle frente a las constantes fluctuaciones en los precios internacionales de los alimentos básicos y se incrementa nuestra dependencia y vulnerabilidad ante posibles crisis alimentarias producidas por guerras, desastres naturales. La preservación de nuestra soberanía alimentaria a través de la protección a la agricultura nacional orientada al consumo interno es esencial para una mayor estabilidad social, para reducir la pobreza en las zonas rurales y evitar así la concentración de la población en las hacinadas áreas urbanas. Implica la preservación de tradiciones que constituyen nuestra identidad cultural, entre muchos otros beneficios de un valor incalculable que los economistas neoliberales se niegan a ver.
De previo a cualquier negociación sobre el tema agrícola, nuestro país debe definir una política nacional prioritaria orientada a garantizar la seguridad alimentaria del país a partir del fomento y la protección a la producción nacional de alimentos básicos, es decir, de la preservación de nuestra soberanía alimentaria. Dentro de esta política, se debe establecer como objetivo estratégico la protección y el fortalecimiento de la pequeña y mediana producción agropecuaria de alimentos básicos; de manera que esta se permita satisfacer un porcentaje considerable de las necesidades alimentarias de la población.
Deben excluirse de cualquier intento de liberalización todos aquellos productos agropecuarios sensibles para la preservación de la seguridad y la soberanía alimentaria de nuestro país, el sostenimiento del medio rural y la preservación del ambiente. En estos productos, no debe negociarse bajo ninguna circunstancia la reducción de los aranceles consolidados ya existentes.
Mientras nuestro país renuncia a proteger su producción agropecuaria, Estados Unidos más bien incrementa los subsidios para sus agricultores. Mediante la nueva Ley Agrícola de 2002 (conocida como Farm Bill) se les otorgan subsidios por un monto de 180.000 millones de dólares para los próximos diez años, que en total implican un aumento de entre un 70 y 80 por ciento con respecto a los previstos en la legislación anterior. Desde este punto de vista, además de exigir la eliminación de los subsidios en Estados Unidos, mientras esta no se haga efectiva, nuestro país no debe renunciar a otorgar mecanismos de ayuda interna para proteger de manera efectiva y oportuna productos agrícolas sensibles para la alimentación de la población y la estabilidad social del país frente a la importación de productos subsidiados. O se igualan los subsidios o no se abre la agricultura al «libre» comercio.
El tratado debe contemplar las abismales desigualdades estructurales que existen entre las economías de ambos países, garantizando un trato justo y solidario que compense dichas desigualdades.
Además, en materia de propiedad intelectual, debe respetarse el derecho de los agricultores, comunidades locales y pueblos indígenas a guardar, usar, vender e intercambiar sus semillas, así como el deber del Estado de tutelar su derecho a preservar sus tradiciones culturales en la parte agrícola.
Todo lo anterior debe discutirse en un ambiente de verdadera participación ciudadana, en el cual la sociedad civil tenga la posibilidad de conocer e incidir sobre lo que se está negociando antes de que se concreten acuerdos, y no como ha ocurrido hasta ahora, en que un puñado de tecnócratas «negociadores» se han arrogado la potestad de definir unilateralmente la política agrícola, ambiental, laboral y social de este país.
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