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Frida Kalho es un personaje que no puede ser ignorado. Su enigmática mirada, su rara belleza… una figura fuerte y frágil al mismo tiempo… como la unión de los contrarios, el andrógino que no pudo ser escindido ni por una barra de metal.
Por muchos años, su vida fue obnubilada por la brillantez de Diego Rivera y la censura pública. No podía salir bien librada una mujer, con cara de indígena, que gustaba de vestirse como hombre, beber como hombre y amar como hombre, en un México de principios de siglo.
Su obra artística es el recuento de su propia vida, pero vista desde dentro. Ella se nos abre -literalmente- en sus pinturas, y nos muestra sus entrañas, cargadas de dolor, de pasión y de belleza.
Salma Hayek, admiradora confesa de este icono del arte mejicano, se dio a la tarea de llevar a la pantalla grande una lectura de este personaje que ya es un mito. Su solo nombre (Frida) es excusa suficiente para correr a la sala de cine y ocupar la mejor butaca, aun a pesar de las críticas que ha tenido el filme, principalmente en México.
La música es hermosa. Con facilidad te envuelve en ese mundo apasionado y bohemio de los artistas mejicanos (y de cualquier país) que, como decía Chavela Vargas, son capaces de beberse todo el buen tequila en incontables noches de lágrimas, canto y poesía. Sin haber tenido la opción de ver todas las películas nominadas al Globo de Oro por su música, creo que el premio a esta película en esa categoría es merecido. En el filme, Frida pareciera haber nacido para ese tipo de vida. Capaz de tomar tequila como si fuera agua, demostrando ser más «macho» que Rivera y Siqueiros.
En la película, su relación con Diego la marca de tal forma que pareciera que todos sus tópicos se midieran a partir de su relación: buena bebedora como él, artista como él (Diego decía que ella era mejor), comunista como él (aunque Diego estaba desencantado de Stalin) y capaz de acostarse con tantas mujeres como su marido.
A veces pareciera que el papel se le va de las manos a Salma Hayek; sin embargo, logra transmitirnos múltiples sensaciones en torno a la figura de Frida. Nos preguntamos cómo una mujer tan poquita cosa (a veces se ve tan pequeña al lado de Diego) pudo encantar a tantos a su alrededor y, aún hoy, sigue encantándonos.
Para terminar, no puedo dejar de aludir al estilo de narración de la película… al vuelo de la mariposa (como diría Barthes -¿o Sade?-). El surrealismo de la obra de Frida se apodera del filme convirtiendo la narración en un juego en el que diversos lenguajes se entrecruzan. Los límites entre la vida de Frida y la película, su obra y el filme, se desvanecen, mostrándonos un juego divertido que a ratos nos sorprende.
Quizás sea tan solo un juego más de Frida, quien con su vestido típico o su traje de hombre, no dejaría pasar la oportunidad de hacernos un guiño y burlarse de nuestra insistencia por establecer límites y definir géneros.
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