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El escritor italiano Antonio Tabucchi revisa la obra del gran autor brasileño Jorge Amado, desde algunas de sus amplias vertientes.
Cuando, en agosto de 2001, Jorge Amado dejó de vivir, todo Brasil decretó luto nacional. Sé de escenas de llanto colectivo, de peatones que se intercambiaban por la calle abrazos de consuelo ante la desgracia que se les había venido encima. Sus funerales, que fueron seguidos por una inmensa multitud, me hicieron pensar en los de Pasolini, en aquella sensación de luto tácito y generalizado que la noticia de su muerte difundió entre los italianos. Me he preguntado a menudo de qué manera y por qué razones un pueblo llega a identificarse con un escritor. Tal vez se deba a que ese escritor ha sabido interpretar la esencia profunda de ese pueblo, convirtiéndose no sólo en el espejo donde la colectividad se reconoce, se mide y se juzga, sino también en su embajador, llevando la imagen de ese país a las naciones más diversas y remotas. Del «homo brasilicus», Jorge Amado, con su torrencial producción novelesca, ha sido sin duda alguna el mejor embajador en el mundo. A través de sus historias, la «brasilianidad», si es lícito sintetizar así, en una única Stimmung (sentido), un país tan vasto y complejo como un continente, ha llegado hasta el último rincón de la Tierra. Con todo, creo que la identificación del pueblo brasileño con Jorge Amado, el hecho de que haya sido elegido tácita y plebiscitariamente como representante de la imagen nacional y hasta del inconsciente colectivo, se debe también a otra razón: a su muerte; los brasileños comprendieron que había desaparecido aquel que escribía en su lugar, por cuenta de todos ellos. Comprendieron que la voz de Jorge Amado era la voz de los que carecen de voz.
Todas estas reflexiones me han sido suscitadas por la reciente publicación en Italia de una amplia recopilación en dos volúmenes de las novelas más significativas de Amado, precedidas de un agudo y afable estudio introductorio de Luciana Stegagno Picchio, amiga personal del gran escritor brasileño y una de las mayores expertas mundiales en su obra. Al hilo de estas páginas, aprendemos a declinar el Brasil silabando la inmensa obra de Amado, entendida como »fenómeno colectivo» de un narrador que se hizo intérprete de la langue saussuriana de todo un pueblo transformándola en Parole.
Habría que empezar por la primera de las dimensiones de Jorge Amado, la política, indispensable para un escritor como él, que se expresa sobre todo en la llamada »primera fase» (y pido perdón si por razones de utilidad divido la obra de un autor en »fases»). Como un escritor engangé, efectivamente, fue como Amado se propuso inicialmente a su público con un ciclo de novelas que abarca desde El país del carnaval (1931) hasta El subterraneo de la libertad (1952), pasando por libros fundamentales como Cacao (1933) y Jubiabá (1935). Se trata sin duda de sus novelas más populares y al mismo tiempo más discutidas, objeto de ácidas críticas de derechas y de izquierdas, expresión literaria de un militante de la izquierda comunista miembro del frente popular (la Aliana Nacional Libertadora), encarcelado varias veces, exiliado en Argentina y más tarde en Checoslovaquia, premio Stalin de literatura, que decide poner sus novelas al servicio de una idea en la que se funden realismo y romanticismo, análisis social y denuncia política.
Resulta superfluo decir que en esta realización literaria programáticamente comprometida, la estética novelesca es la menor de las precupaciones de Amado. De ahí su incondicional adhesión a los modelos de un neorrealismo regional, ya establecido por lo demás por escritores como Lins do Rego y Graciliano Ramos. Sin embargo, leídas hoy en día, con el catalejo invertido de la distancia histórica, la estética de estas novelas parece adquirir su propia dignidad y legibilidad como signo característico de una época. Podría decirse, contraviniendo al adagio, no ya que »el estilo es el hombre», sino que »el estilo es el Tiempo». Leída con esa óptica más fría pero sin duda más críticamente serena, la estética del primer Jorge Amado pertenece a pleno derecho a una época en la que la pintura registra por ejemplo a un tal Picasso interesado por la marginación social y por la Guerra Civil Española y a un tal Leger constructivista, así como a un tal Le Corbusier »funcional» que se ocupa de las clases sociales menos favorecidas (no hay más que pensar en sus obras en la India o en algunas periferias urbanas europeas).
Independientemente del contexto estético de la época, de todas formas, bajo la piel de las novelas del primer Amado late una compleja realidad política nacional e internacional (que despertará por ejemplo el estusiasmo de un Albert Camus, al reseñar Jubiabá). En ella encontraremos entre otras cosas el golpe de estado de Getúlio Vargas en 1937, quien, tras disolver todos los partidos, instaurará la dictadura del Estado Novo, destinada a durar hasta 1945; encontraremos también la inexorable acción censora de la policía contra las revistas que intentaban horadar el obligado silencio, como Directrizes, dirigida por el propio Amado, quien se esforzaba por mantener una serie de contactos internacionales (con Roberto Rossellini, por ejemplo) para impedir que Brasil quedara totalmente amordazado.
La segunda fase de la trayectoria de Jorge Amado ve al novelista, menos comprometido y más sonriente, retirarse con firme desencanto pero sin palinodia de la escena política de su país para dejar espacio a un Brasil más pintoresco y desenfadado, transido de tropical sensualidad, habitado por hermosísimas mulatas (Gabriela, clavo y canela, 1958), por mujeres maliciosas y desinhibidas (Doña Flor y sus dos maridos, 1966), que pese a desconcertar a algunos lectores acostumbrados a ver en Amado el portaestandarte de la justicia social, le valen un éxito de público sin precedentes. Pero antes no habían faltado incidentes no precisamente felices, como la polémica despertada por la trilogía Los subterrráneos de la Libertad (1952), que Picchio define elegantemente como «obra que llega con retraso a la cita con la historia», que en Brasil desencadenó intensos malhumores en una izquierda liberal y libertaria, «denunciada» por un comunista ortodoxo como Amado, que en aquellos años se encontraba en Praga.
Otras «historias de mujeres ejemplares» (así las denomina Stegagno Picchio) como Tereza Batista, cansada de guerra (1972) o Tieta de Agreste (1977) completan el desenfadado Kamasutra de los Trópicos que Amado traza en esta fase con una prosa burbujeante que viene a completar la coloradísima gama estilística y lingüística que caracteriza el estilo del escritor brasileño. Un narrador, en efecto, que ha sabido cantar a su Brasil con las formas paratácticas del manifiesto político, con el aliento épico de un bardo, con la fascinación de un rapsoda popular, con el tono fabulista del cantahistorias.
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