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Era un vuelo de Cartagena a Panamá. En Barranquilla se suben varias personas. Una de ellas, una joven negra, alta y guapa, se sienta justo a mi lado. Conforme a la tradicional cortesía avionil, la saludo cordialmente y sigo absorta en mi novela. Ya en el aire, la joven me toca el brazo y me pide que la ayude con la hoja de inmigración. «No entiendo nada, usted que se ve instruida, ¿me podría ayudar?». Y así nos pusimos a conversar.
Aprendí que iba para Panamá como empleada doméstica. Esto me lo contó con gran ilusión pues está feliz, dice ella, de conocer un nuevo país. «!Se imagina todo lo que va a poder hacer mi mamá con $300!». De su cartera plástica saca un pedazo de papel minúsculo donde apuntó la dirección de la casa donde trabajará. Me pregunta si yo sé cómo son las casas ahí. «Debe ser muy grande y elegante para pagarme tanto,» dice más para sí misma.
Seguimos hablando y poco a poco me voy dando cuenta de que la felicidad no es tal. Que ha dejado Barranquilla porque está buscando un futuro mejor para su hijito de 2 años. Que se está haciendo la contenta para darse aliento. Pero además, en su corta vida de pobreza y exclusión, nadie la ha mimado y nadie le ha puesto atención a sus miedos y anhelos. Es una mujer acostumbrada a defenderse. Pero sus ojos me demuestran que está aterrada. Ni siquiera se despidió de su hijo porque no sabía cómo hacerlo. «No iba a entender que lo hago por él,» me confiesa sin mucha seguridad.
Con rabia y tristeza pienso que esta joven va hacia lo desconocido con muy poco bagaje de experiencia que la pueda proteger de las y los acostumbrados predadores sexuales o explotadoras domésticas. Y como si eso fuera poco, llegará a lo desconocido con una autoestima sexual y racial muy baja: «mi hijo tiene más posibilidades de una vida mejor, es varoncito y además, no tan negro como yo.»
¡Qué clase de sistema es este que lanza a una mujer de tanta juventud, belleza e inteligencia al exilio involuntario! Tan joven y ya tiene que dejar todo lo que ama y conoce por su hijo, gracias a un sistema que no le habló ni respeta sus derechos reproductivos. Tan guapa y sin poder experimentarlo realmente gracias a la imposición de un modelo de belleza en el que no calzan la mayoría de las mujeres, especialmente si son indígenas o negras. Tan fuerte, creativa y valiente, me digo, y, sin embargo, esas cualidades no son valoradas en ella ni por ella.
A los 21 años, ella ya es «vieja», «demasiado negra» y además, a pesar de que me cuenta cómo peleó con abogados y todo por la custodia de su hijo, «no sabe nada», me dice.
Cuando el avión aterriza me doy cuenta de que está aterrorizada, que no quiere bajarse. Le doy la mano y le digo que la voy a acompañar hasta donde me lo permitan. Me dice que no le gusta Panamá, que hace demasiado frío. Le explico que es sólo el aeropuerto, que apenas salga verá que Panamá es tan caliente como Barranquilla. Se quiere venir conmigo a Costa Rica. Pero en el fondo sabe que no es posible. Su mano aprieta muy fuerte la mía y caminamos hasta inmigración. Ahí la dejo haciendo fila con la esperanza de que su futura patrona realmente la estuviera esperando a la salida de la aduana.
Llego a Costa Rica con una carga pesada de siglos de racismo y sexismo que han destruido a tantas mujeres y sus familias. Pienso como Costa Rica se ha convertido, al igual que Panamá, en un país de destino de miles de personas. Pienso en cuántas de ellas venían huyendo de la pobreza, del racismo y del sexismo sólo para encontrárselos con otra cara.
Por eso, ahora que pronto va a entrar en vigor la Convención sobre la Protección de los Derechos de los/as Trabajadores/as Migrantes y sus Familias, Costa Rica debe transformarse. Es más, los migrantes deben ser tratados cumpliendo el mandato de la propia Constitución Política de los costarricenses que regula esta situación. En el Título III, la Constitución establece que los extranjeros tienen los mismos derechos que los nacionales, excepto los relacionados con el de intervenir en los asuntos políticos del país, y reconociendo que la ley y la propia Constitución pueden establecer excepciones justificadas. Por el artículo 60, se prohíbe a los extranjeros dirigir sindicatos, y por el 68, se reafirma el reconocimiento de sus derechos laborales excepto en lo que se refiere a la solicitud de empleo cuando exista igualdad de condiciones con costarricense, caso en el cual debe resolverse a favor del nacional.
Mucha gente parece no saberlo, pero las trabajadoras migrantes tienen derecho a los mismos beneficios que cualquier costarricense. En Costa Rica no hay seres humanos de primera y de segunda categoría, sino seres humanos libres e iguales, o al menos esto demanda nuestra Constitución Política.
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