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«La mala ciencia ficción predice, la buena ciencia ficción simula que predice».
Ese hombre que acaba de dejar de ser mono arroja un hueso de tapir al aire y entonces el hueso sube y baja y se convierte en una nave espacial bailando el Danubio azul rumbo a la Luna. La escena pertenece y de algún modo define al filme 2001: odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Estrenado en 1968 -meses antes de que Neil Armstrong dijera aquello de «un pequeño paso para un hombre, un salto gigantesco para la humanidad»-, el filme de Kubrick no sólo hizo evolucionar al cine de ciencia-ficción dotándolo con una potencia mística y artística hasta entonces desconocida, sino que, además, marcó al año 2001 como la efeméride más atendible del género luego del 1984 de George W. Orwell.
Pasó 1984 y aquí estamos. La visión profética de Kubrick -apoyada en el material primario de un relato del inglés Arthur C. Clarke- ha demostrado ser dueña de una profunda miopía. Suele ocurrir. El hombre casi siempre exagera sus conocimientos cuando habla de aquello que no conoce. No hemos colonizado la Luna, no hemos desarrollado la tecnología para crear computadoras con problemas existencialistas, no hemos hecho contacto (por lo menos no nos han dicho nada al respecto) con inteligencia extraterrestre alguna. Y estamos cada vez más solos en el universo.
Desde su Big Bang, la ciencia-ficción -como territorio literario- ha pasado por varios estadios que van de la euforia cientificista (las anticipaciones tecnológicas de Verne y Wells) al espanto apocalíptico (inaugurado por la explosión de la primera bomba atómica y los calores de la guerra fría) hasta alcanzar este momento paradójicamente nostálgico donde los límites del asunto se confunden porque ahora vivimos en el futuro, en ese 2001 que tanto anticipamos y al que hemos llegado para convertirnos en protagonistas más o menos pasivos de una novela de ciencia-ficción. Si algo ha provocado el arribo del Gran Año ha sido la muerte del futuro o el nacimiento de un nuevo futuro demasiado lejano como para que nos preocupe. Buenas noticias en cualquier caso: Clarke publicó 3001 y la ciencia-ficción, ahora, se ha convertido en un género casi cercano al realismo social porque por fin ha decidido, o no le queda otra, ser parte y ocuparse de nuestro presente futurista.
Philip K. Dick -tal vez el nombre más importante y vigente dentro de este paisaje más allá de su muerte en 1982- insistía en que «la mala ciencia-ficción predice, la buena ciencia-ficción simula que predice». Dick -a quien le debemos tanto los replicantes de Blade Runner, de Ridley Scott, o la policía vidente del Minority Report de Steven Spielberg, así como la materia prima de la que se nutren sin pedir permiso películas como Matrix, El show de Truman, El sexto día, Dark City o Abre los ojos- es el dueño y autor de la mirada que se ha impuesto a las visiones más eufóricas de Verne y Wells donde el futuro era casi siempre sinónimo de progreso y utopía. Dick -cuyos futurismos no solían proyectarse mucho más allá del fin del pasado milenio y quien acabó convencido de que nuestros tiempos no eran más que el eco agónico del imperio romano y que él era una proyección mental de un mártir cristiano- prefería escribir y describir un mañana crepuscular desbordante de máquinas imperfectas y quiebres dimensionales donde la única ley era la ley de Murphy. «¿Qué es Real?» era su mantra y La Paranoia con mayúsculas -«el enfermizo nombre moderno para un sabio sentimiento arcaico que hemos ido perdiendo y que los animales siguen conservando»- era su fuerza y credo. Dick -quien siempre quiso ser un escritor «serio» y se dedicó a la ciencia-ficción para no morirse de hambre- «simulaba predecir» para entonces, como un dinamitero loco, hacer volar por los aires la fachada de nuestro presente como estructura inamovible.
En la tan psicótica recopilación de sus ensayos que hiciera su biógrafo Lawrence Sutin -The Shifting Realities of Philip K. Dick: Selected Literary and Philosophical Writings-, Dick, llegado al género más por resignación que por convencimiento de creyente, se hacía sin embargo un espacio para defender al género y señalar sus no pocas virtudes: «En la ciencia-ficción hay menos énfasis en el mero estilo y más en el contenido, como debe ser. No existe la obligación de un final feliz y es una de las pocas ramas de la ficción seria en las que el humor juega un rol importante (haciendo de la ciencia-ficción algo tan completo como lo es la obra de Shakespeare). Siendo una de las formas narrativas más antiguas de la cultura occidental, se las arregla para reunir en su cuerpo algunas de las más sutiles, ancestrales y fantasiosas ideas y aspiraciones con las que el hombre jamás se ha atrevido a soñar. En resumen: es el campo más amplio de la literatura donde prácticamente todo puede entrar. Todo, absolutamente todo, le pertenece a la ciencia-ficción».
Las esquirlas de la revolucionaria onda expansiva de Dick -quien murió justo en los bordes de la consagración universal y del estreno de Blade Runner, luego de haber sufrido y asimilado la experiencia mística que le sirvió para escribir Valis, una inclasificable obra maestra- no demoraron en impactar en el imaginario de otros terroristas de lo que vendría y de lo que vino. J. G. Ballard pronosticó que «el futuro, me temo, será un lugar muy aburrido. Será como vivir en los suburbios mal edificados del alma… Por eso yo siempre escribo acerca de lo que va a ocurrir durante los próximos cinco minutos» y, de inmediato, aceleró a fondo en Crash e inauguró La exhibición de atrocidades como representativa de nuestros días de furia y metal. Ahora, el futuro está aquí y, por tanto, como aseguraba aquel viejo eslogan punki: No Future.
Los síntomas de la mejor ciencia-ficción han pasado a ser nuestros propios síntomas. Casi sin darnos cuenta, vemos un programa de televisión llamado Gran Hermano (J. G. Ballard), soportamos cataclismos ecologistas de vacas locas y agujeros de ozono (John Wyndham), nos hundimos en la ciénaga eléctrica de las pantallas de nuestros ordenadores (William Gibson y Neal Stephenson), consumimos drogas by design para modificar nuestros estados de ánimo (Huxley) y espiamos a un cielo desbordante de basura espacial made in USA para hacer apuestas acerca del sitio exacto en el que caerá la estación orbital y rusa MIR (Philip K. Dick otra vez). Atrás, muy atrás, ha quedado la amenaza extraterrestre como tema y temor. Material para efectos especiales de película triunfalista norteamericana. ¿A quién le importa si ET volvió a su casa, a qué nativo del planeta Tralfamadore podemos resultarle interesante como materia de estudio? La ciencia no-ficción -a diferencia de la ciencia-ficción, apoyada durante décadas en la idea del viaje interplanetario y la comunión planetaria- ha decidido quedarse en casa, domesticarse, retirarse de la carrera espacial (a no ser que se la venda como millonario folleto turístico) y dar por fin de baja a la estoica tripulación de la Enterprise reemplazando el espacio exterior por el espacio interior y al año luz por la sombra virtual. Acorralado el genoma -vencedores y vencidos- no nos queda mayor remedio y distracción que viajar por nuestras tripas, descubrirnos y convertirnos así en nuestros propios aliens. Esas criaturas que el agente Mulder en sus noches de Expedientes X asegura y grita que son de verdad, que están ahí afuera, sin darse cuenta de que nos encontramos más solos y más perdidos que nunca, sin comprender que el shock del futuro se ha convertido en el crack del presente.
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