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Una medicina para mujeres

Nos hemos acostumbrado a ver a mujeres y hombres dedicarse a oficios específicos, como si fuera un acto asentado por la naturaleza. Asumimos que, si muchísimas mujeres eligen carreras tales como la enfermería o el trabajo social, que se parecen sospechosamente a la función materna de cuidar, es por vocación innata, y si casi todos los puestos en los que se toman decisiones que implican a las mayorías, están ocupados por hombres, también se debe a un asunto de disposición consustancial.

Nos hemos acostumbrado a ver a mujeres y hombres dedicarse a oficios específicos, como si fuera un acto asentado por la naturaleza. Asumimos que, si muchísimas mujeres eligen carreras tales como la enfermería o el trabajo social, que se parecen sospechosamente a la función materna de cuidar, es por vocación innata, y si casi todos los puestos en los que se toman decisiones que implican a las mayorías, están ocupados por hombres, también se debe a un asunto de disposición consustancial.
Pero lo habitual no es indiscutible: nada tiene de natural y desinteresado el que la mayoría de mujeres ocupen los puestos más devaluados económica y simbólicamente, o que cuando se desempeñan en uno prestigioso, éste tienda a depreciarse en proporción a la cantidad de mujeres que lo profesan.
Por eso mismo, tampoco es natural ni virtuoso que las profesiones con mayor reconocimiento social y económico, aquellas consideradas «duras» y de «gran trascendencia humana», sean profesiones masculinizadas.
Dispositivos religiosos, económicos, sociales y psicológicos, se articulan para crear, nombrar y reproducir como femeninas o como masculinas, determinadas funciones. En términos del trabajo que cada cual hará, quizá la segregación inaugural es aquella basada en la invención de espacios privados y espacios públicos, cuyo ejemplo fundacional es el par casa-calle.
«Cada cosa en su lugar»
La prerrogativa masculina sobre algunos trabajos incluye la posibilidad de saquear mayor prestigio y  mejores salarios, y posibilita la reproducción de poderes sobre el destino de otras personas. En el caso de la medicina, institución construida históricamente como heredad masculina, la lucha por excluir a las mujeres de su ejercicio, ha pasado por suprimir oficialmente su derecho a practicarla (véase la quema de brujas durante la Inquisición), hasta permitirles condescendientemente su participación,  a cuenta de permanecer dentro del cerco que las expropia de ciertas especialidades. Veamos.
Existen especialidades como urología y ginecología – que por mucho tiempo se consideraron territorio masculino: ¿qué tiene que hacer una mujer entre penes y vulvas?- o pediatría – en la que las mujeres llegarían a ser tan codiciadas, por su «sensibilidad» y su «maestría» al tratar con niñas y niños- que se van configurando cada vez más como mixtas o como femeninas. También existen especialidades típicamente femeninas, como la medicina familiar y comunitaria – que se ocupa de atender a la familia, a las niñas y los niños, a las personas mayores- . Y hay aquellas especialidades que, a fuerza de  «imperativos naturales», se mantienen reservadas a los hombres. Por ejemplo, neurocirugía – «que implica gran capacidad de precisión e inteligencia» -; cirugía de tórax – «para lo cual se requiere agudeza intelectual y fuerza física» -; y ortopedia – «que  demanda considerable fuerza física»-.
Las mañas de la segregación
¿Cómo es que se consigue mantener a tantas mujeres en los límites?
Está instituido históricamente, de manera que cuando una mujer nace, la cultura ya le tiene asignados sitios que constituyen lo deseable, entre los que puede expandir su aspiración y elección. Este apartheid se construye y mantiene con un adiestramiento «positivo» y con uno coercitivo. Existen varios ejemplos, resultantes de entrevistas realizadas con médicas, de cómo se reprime y controla, en la medicina, las aspiraciones de una mujer. Advirtamos lo que sigue. Como estudiantes de medicina enfrentan condiciones desiguales de estudio: existen profesores que no escuchan sus preguntas o comentarios o que descalifican o ridiculizan sus opiniones; se las boicotea en sus estudios mediante la negación del acceso a material bibliográfico más actualizado; viven un constante cuestionamiento de su «vocación» para la medicina, que muchas veces se expresa como hostigamiento de parte de profesores y estudiantes, quienes juegan con la idea de que si una estudiante obtiene buena nota es porque otorgó un favor sexual; parece usual que los jurados que deciden quién estudia o no alguna especialidad, sean un filtro en términos de clase y de género; agregado a lo anterior, se da una presión por vestir «como un médico» y al mismo tiempo, ser «simpática», con lo cual quedan entrampadas entre el poder ascender o simplemente confirmar el prejuicio de que no sirven para la medicina sino para otra cosa, y toparse con más obstáculos.
Cuando una mujer está haciendo su internado, la segregación se puede expresar incluso en términos espaciales: es común que se ordenen dos semicírculos alrededor de la persona enferma: en el último están las mujeres estudiantes, quienes para ver algo, tendrán que elevarse sobre las puntas de sus pies.
Durante el desempeño de la profesión, sobre todo en el ejercicio de una especialidad «masculina», muchas mujeres resisten  al aislamiento de sus colegas varones, que tienden a no considerar las opiniones de las mujeres en la discusión de algún caso, o simplemente no otorgan la palabra a las mujeres en las rondas médicas.
Y cuando, de alguna manera, una mujer ha logrado vencer muchas expresiones del sexismo laboral, le queda otra, quizá la más encubierta y frustrante: la idea presente en el imaginario colectivo, de que una consulta médica con un hombre es una mejor consulta.

  • Isabel Gamboa Barboza
  • Opinión
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